miércoles, 16 de diciembre de 2009

Mis Historias



El muchacho y el Ángel



Había una vez un muchacho el primero en todo, mejor atleta, mejor estudiante, pero lo que nunca supo fue si era buen hijo, un buen compañero, un buen amigo o un buen novio.

En un día de depresión el muchacho se dejo morir, cuando iba camino al cielo se encontró con un ángel y este le pregunto: ¿porque lo hiciste si sabias que todos te querían?... a lo que el respondió: Hay veces que vale más una sola palabra de consuelo que todo lo que se sienta... en tanto tiempo nunca escuche: Estoy orgulloso de ti, gracias por ser mi amigo..... ni siquiera un 'te quiero mucho.....' de la persona a la que mas ame.

Al quedar pensativo el ángel, el muchacho dijo: ¿y sabes que es lo que más duele??
El ángel triste le preguntó: ¿qué? y el muchacho respondió, ¡Que todavía espero escucharlo algún día!! , ¡Un te quiero!!!!!

Luego de esto el ángel abrazo al muchacho y le dice que no se preocupe porque se acerca a la única persona que siempre le dijo al oído que lo amaba pero él nunca lo escucho pero que lo recibe con los brazos abiertos.



Es importante decirles a las personas que quieres, lo importantes que son para ti.

Mis Historias

El Espectro del Novio






Durante un viaje que hice cierta vez por los Países Bajos, llegué una noche a la Pomme d'Or, el mejor hostal de una pequeña villa flamenca. Lo hice pasada la hora convenida para la table d'hôte, por lo que me vi obligado a cenar a solas los restos del menú que me sirvieron. Hacía un frío espantoso. Tomé asiento al fondo de un amplio comedor a la sazón vacío; acaso angustiado por aquella soledad, por aquel silencio que me hacía tener la sensación de que había llegado a un lugar solitario, pedí al posadero algo que leer, y el buen hombre, prestamente, me ofreció cuanto componía la biblioteca de su casa y pensión: una Biblia familiar holandesa y un almanaque escrito en la misma lengua, pero también unos cuantos periódicos parisinos atrasados... Me entretenía en la lectura de alguno de aquellos periódicos atrasados cuando llegaron hasta mis oídos unas risas que parecían originarse en la cocina del hostal. Cualquiera que haya viajado por el continente sabe lo muy importante que resulta para el viajero llegar a un lugar en el que las cocinas sean alegres; sobre todo, en circunstancias como la mía, con un tiempo de perros, cuando más necesario se hace el calor en todos los sentidos... Dejé a un lado, pues, el periódico que leía, y me levanté con ánimo de hacer una incursión, más o menos profunda, allá por donde estaba la cocina del hostal, pues la verdad es que me hacía franca ilusión encontrarme con gente que riera con tantas ganas. Vi allí, reunidos al amor del fuego de los fogones, a varios viajeros que habían arribado al hostal antes que yo, a hora prudencial, pues, en una diligencia; estaban en animada charla con las personas que se encargaban de cocinar para la clientela del Pomme d'Or. Estaban, como he dicho, sentados alrededor de uno de los fogones, que parecía un altar ante el que se hubiera congregado una comunidad, aun pequeña, de fieles; había sobre el fogón, en la pared, cacharros de cocina y una vajilla completa y reluciente, en la que destacaba un juego de té presto para el servicio. Una lámpara de aceite, grande y de cristal reluciente, daba luz a los que allí charlaban y reían, arrojando sus sombras descomunales contra las paredes de la amplia cocina. Bajo aquella amarillenta luz de la lámpara sólo aparecía bien iluminada la escena que mostraba a esas personas, permaneciendo el resto de la cocina en una penumbra atrayente, que sugería placidez e intimidad. Una hermosa flamenca, con largos pendientes dorados en sus orejas y con un pequeño corazón, igualmente dorado, pendiente de su cuello por una cadenita, parecía la sacerdotisa que oficiaba el rito de la reunión ante aquel fogón como un altar, en la cocina del hostal.


Varios de los allí presentes fumaban plácida y relajadamente sus pipas, con ese especial regusto con que se saborea un buen tabaco aromático después de una excelente cena, cuando ya comienza a desearse el caliente lecho para descansar. Ya he dicho que se contaban anécdotas, y justo entré cuando uno de aquellos hombres concluía la suya y empezaba un francés a referir otra... Era el francés un hombre de cara larga y magra pero jovial, con enormes patillas, y comenzó a contar historias galantes de las que, cómo no, había sido protagonista, entre el regocijo de las muchachas flamencas de la cocina y las risas admiradas de los demás hombres allí reunidos... Lo propio, en fin, de esos templos de la liberalidad y de la honesta diversión que son las cocinas de los hostales cuando llega la noche. Desde luego, no vi mejor ocasión de sacudirme el tedio, y como en realidad aún no me apetecía irme a dormir, a despecho del cansancio, tomé asiento junto a los allí congregados, procurando no hacer ruido. Escuché así varias historias más que referían los viajeros, algunas de una increíble extravagancia y otras más verosímiles, como ocurre en estos casos. Todas ellas, sin embargo, se me han borrado ya de la memoria, a excepción de la que narró un hombre, que pido permiso para relatar... Lamento no poder hacerlo con la vivacidad y convicción, empero, con que hizo su relato aquel hombre, ni con su aire tan peculiar, ni con sus gestos tan apropiados...Era un viejo suizo corpulento, que tenía la pinta del que ha viajado mucho. Vestía decorosamente, muy pulcro y hasta elegante con su chaqueta verde de buen paño, con sus calzones de cuero con peto igualmente de cuero protegiéndole el pecho, y con sus medias de lana. Era muy corpulento, como ya he dicho, a pesar de su edad proyecta, y gesticulante, con la mandíbula poderosa, de nariz aquilina, de ojos grandes y chispeantes, rubios aún sus cabellos, a pesar de las canas que lucía, que le caían crecidos sobre el cuello de un abrigo largo de terciopelo e igualmente verde, esos abrigos que en realidad son una capa, prenda tan típica entre los viajeros que recorren en invierno el continente. A veces lo interrumpían en su relato, bien las preguntas de quienes escuchaban, sobre todo las preguntas de las muchachas, o bien la llegaba de algún huésped aún más tardón que yo mismo, y él a todos atendía, cordial, deferente, para seguir después a lo suyo con el mismo entusiasmo de antes...Y alguna vez se interrumpía él mismo, con el pretexto de dar lumbre a su pipa, sin duda para incrementar las ansias de quienes lo escuchábamos... Ni que decir tiene que las muchachas, y en especial la flamenca rubicunda de los pendientes dorados, le miraban con embeleso, como enamoradas. Me gustaría que mis lectores se lo imaginaran con su pipa genuina de écume de mer, con su mentón poderoso, sentado en un sillón con todo su aire mundano mientras refería aventuras, como sin importancia, que a todos sorprendían, con la cabeza siempre alta, más que la de un gallo, y entornando a veces los ojos para reafirmar un aspecto particularmente memorable de su relato, o mirando de reojo con ellos cuando el misterio tenía que ser aprensivo; así, acaso, la última historia que contó, y que a continuación paso a referirles, les toque en el alma tan profundamente como a mí me llegara. En la cumbre de una de las alturas de Odenwald, país salvaje y romántico de la Alta Germania, situado cerca de donde confluyen el Mosa y el Rin, se alzaba hace muchos años el castillo del barón Von Landshort. Ahora, por el tiempo en que transcurre mi historia, se hallaba en ruinas y casi sepultado por un bosque de hayas y de negros abetos; no obstante, la vieja torre que servía de punto de observación y vigilancia más importante del castillo aún se elevaba por encima de los árboles, de igual manera que el barón del que hablo se esforzaba en mantener su dominio sobre los campesinos de la comarca. El barón era un descendiente venido a menos de la gran familia de los Katzenellenbogen y heredero de sus bienes y del orgullo que fue divisa de la estirpe. Aunque el afán guerrero de sus antepasados había hecho que disminuyera el número de sus propiedades, pretendía el barón, sin embargo, seguir dando muestras de una opulencia infinita. Eran tiempos de paz y todos los nobles de Alemania habían abandonado sus góticos torreones ofensivos, colgados de las montañas como nidos de águilas, para afincarse en los valles, lugares de común más placenteros y que propician una existencia, por ello, más cómoda. Tenía el barón una hija, su única descendiente; pero la naturaleza compensó no haberle dado más que esa hija, haciendo de ella, en cambio, un prodigio, un dechado de virtudes. Tanto sus primas como todas las nodrizas y comadres de la comarca aseguraban al padre que no había en toda Germania quien pudiera rivalizar con ella en belleza. ¿Quién mejor que ellas para aseverarlo? Había recibido la educación más esmerada, siempre bajo la vigilancia de dos de sus tías, unas viejas solteronas que, habiendo pasado varios años de su juventud en uno de los pequeños principados de Alemania, estaban, por ello, versadas más que cumplidamente en todas las ramas del saber, en todos los conocimientos precisos para instruir convenientemente a una joven de abolengo y belleza tan notables como los de su sobrina. Por la virtud de los consejos recibidos de sus tías, así, la hija del barón accedió a un grado sumo de perfección espiritual. Aún no había dejado atrás sus maravillosos dieciocho años, y ya hacía encantadores bordados y representaba escenas santas prodigiosas en los Pone Irving una nota en el original, según la cual tal era el nombre de una familia muy poderosa en otro tiempo, llamada así por haberse contado entre sus miembros una dama muy perspicaz y celebrada por su firmeza, que impedía que le temblara la mano ante cualquier situación difícil o a la hora de castigar a sus súbditos. Era capaz de leer, además, y sin mayores esfuerzos, lo mismo libros religiosos que otros con las historias de caballeros andantes del Heldenbuch. Había hecho, en fin, grandes progresos en la escritura, con lo que ya era capaz de escribir su nombre sin olvidarse de una sola letra; lo hacía de manera muy pulcra, harto legible, a tal punto que sus tías podían leerlo sin necesidad de ponerse las antiparras para tratar de adivinar cuál sería una u otra letra... Mas, muy especialmente, sobresalía en artes tales como las de cuál era la danza del día, tocar en el arpa distintos aires de la tierra, y también en el laúd, además de saberse de memorias las más tiernas baladas de los Minnielieders. Las tías de la bella joven, que en sus años mozos habían sido, sin embargo, mujeres coquetas y de virtud más que en entredicho, eran las personas más idóneas para vigilar como auténticas cancerberas la conducta de su sobrina, pues no hay dueña de una virtud tan rigurosa y de un decoro tan sobrio como una coqueta que se quedó soltera... Raramente consentían que la bella se alejara de su vista y pocas veces le permitían salir de las estancias del castillo sin que cayera sobre sus espaldas su mirada. Sin cesar leían en voz alta, para que lo oyese bien la muchacha, tratados sobre las conveniencias sociales y la obediencia pasiva. Y en lo que a los hombres respecta, ¡ah, caramba!, le decían que jamás habría de consentir en mirarlos, salvo si se hallaba a gran distancia de ellos, y en cualquier caso con tanta desconfianza y prevención, que sin una autorización especial de ellas mismas no se hubiera atrevido la pobre, jamás, a recrearse la vista en la contemplación del más bello doncel del mundo... Eso, pues, mirar a un hombre, no, nunca, jamás... Tal atrevimiento, estaba segura, le hubiera supuesto morir de inmediato a sus pies. Pronto dieron sus frutos los rigores de aquella educación. La joven dama era un perfecto ejemplo de morigeración y discreción. Mientras las demás muchachas de su edad, cual flores mundanas que cada mano puede acariciar y tirar después, marchitaban el brillo de su hermosura encantadora en los torbellinos del mundo y la vida, nuestra modesta y encantadora virgen, tan hermosa, dirigida siempre por sus virtuosas cancerberas, florecía como el botón de una rosa solitaria que se alza y abre magnífica en su esplendor entre todas las espinas que la cercan. Sus tías, ni que decirlo, la contemplaban más orgullosas de sí mismas que de su sobrina, y se decían que aunque todas las demás jóvenes se alejaran del recto camino, gracias al cielo, semejante baldón nunca caería sobre la hermosa heredera de los Katzenellenbogen.


Sin embargo, era el caso que, aunque el barón de Landshort no tenía más que aquella hija única, no por eso era menos numerosa su familia, pues había querido darle la Providencia toda una legión de parientes sin fortuna, que, cual es de común en todos aquellos parientes cuyo afecto conviene poco, mostraban una clara disposición y hasta un cariño enorme hacia el barón, al que se sentían muy apegados, y aprovechaban cualesquiera circunstancias para dejarse caer como un enjambre sobre el castillo para darle muestras de su amor. Cada fiesta familiar era celebrada por estas buenas gentes a costa del barón, y cuando ya habían comido y bebido hasta reventar declaraban enternecidos que nada había sobre la faz de la tierra, y aun en los cielos, como las deliciosas reuniones de familia que tanto les alegraban los corazones. El barón, a pesar de ser un hombre más bien bajo, tenía un alma elevada, cabe decirlo así... Más aún, se tenía por el más grande hombre del pequeño mundo en que vivía; tamaña convicción acerca de su superioridad sobre los demás le colmaba de dicha. Por eso disfrutaba narrando larguísimas historias sobre las virtudes y el valor de sus antepasados, cuyos antañones retratos, en las paredes del castillo, parecían hacer guiños y muecas, de burla las más de las veces, a quienes los contemplaban, y nadie le escuchaba con mayor benevolencia que quienes se sentaban invitados a su mesa. Era además hombre muy dado a lo maravilloso y creía a pies juntillas en todos esos cuentos fantásticos y hasta sobrenaturales que de común se refieren en las montañas y en los valles de Germanía. La credulidad de sus huéspedes, sin embargo, era aún más grande y sincera que la suya; oían cada historia maravillosa con los ojos muy abiertos, tanto más que la boca, y nunca dejaban de admirarse de lo escuchado, aunque fuese la centésima vez que se lo repetían... Así de a gusto vivía el barón de Landshort, oráculo de su mesa, monarca absoluto de su pequeño imperio; dichoso y feliz, sobre todo, creyéndose el hombre más sabio de su siglo. Por el tiempo a que se refiere mi relato, se celebró en el castillo una gran reunión de familia para tratar de un asunto de la mayor importancia: buscar un marido conveniente a la hija del barón. A tales efectos habíase celebrado ya una reunión entre el barón de Landshort y un viejo y noble caballero de Baviera, para negociar acerca de la unión de las casas de ambos mediante el matrimonio de sus hijos; incluso se habían iniciado ya los preparativos del casamiento con toda la escrupulosidad que la empresa requería, aunque aún no se hubieran visto ni hablado los futuros contrayentes... Se designó hasta el día para la ceremonia, por lo que se cursó recado urgente al joven conde Von Altenburg, el futuro esposo, que servía en los ejércitos imperiales, a fin de que se pusiera en camino para recibir la blanca y pura mano de la hija del barón. Desde Würtzburg, donde había hecho noche, llegaron al castillo cartas suyas anunciando en una el día, y en la otra la hora aproximada, en que llegaría.


Todo el castillo se dispuso a darle la bienvenida adecuada. La novia se había vestido para la ocasión con especial cuidado. Sus tías habían vigilado con minuciosidad máxima su tocado, escogiendo cada adorno del vestido no sin discutirlo largo rato, cosa que aprovechó la joven, dicho sea de paso, para seguir su propio gusto, que, por ventura, era muy delicado. Cabe decir que estaba todo lo hermosa que podía desear un esposo en agraz, pues además la emoción de la espera hacía que le brillasen los ojos, y que lucieran sus encantos todos, con un fulgor nuevo. El rubor que cubría su cara; las


palpitaciones de su seno, tibia y dulcemente agitado; sus ojos, de tanto en tanto ensoñecidos, todo, en fin, proclamaba el tumulto de emociones que se había despertado en su joven y tierno corazón. Sus tías, siempre a su lado, le daban graves consejos sobre las maneras que debía observar, sobre las cosas que debía decir, para dar al futuro esposo el recibimiento más honesto. El barón no era ajeno a todas aquellas expectativas; aunque nada tenía que hacer, pues ya se encargaban los demás de todo, su naturaleza de hombre inquieto le hacía ir y venir de aquí para allá, entre criados y amas, exhortándoles a trabajar duramente aunque no se concedieran un breve descanso, de forma tal que se le oía zumbar en las habitaciones y en los patios, como esas moscas inclementes e inoportunas que no hacen otra cosa que incomodarnos en los días del verano. Mientras tanto, ya había sido sacrificada y dispuesta para los pucheros la ternera más grande de cuantas tenía en la granja; ya por los bosques habían resonado los gritos de alerta y victoria de los cazadores dedicados a cobrar exquisitas piezas; ya estaba la cocina atiborrada de viandas para preparar; ya las bodegas rebosaban de océanos de Rhein-Wein y hasta el gran tonel de Heidelberg prestó su contribución a la fiesta... Todo, en fin, estaba dispuesto para recibir cual era debido hacerlo al distinguido huésped, con tanto Sausy Braus como es propio de las normas de la hospitalidad germana; pero el novio tan esperado no aparecía; pasaron horas y más horas y no llegó. El sol, cuyos rayos penetraban hasta lo más profundo de los ricos bosques de Odenwald, acabó por derramar su luz sólo sobre las cumbres de la montaña. El barón, desde la más alta torre de su castillo, se fatigaba la vista inútilmente mirando en lontananza, ansioso por avistar al conde y su séquito. Una vez creyó verlo al fin; el sonido de un cuerno, prolongado en el aire por los ecos del valle, resonó en sus oídos y le alegró el corazón. Vio a lo lejos muchos hombres a caballo que avanzaban por el camino... Mas apenas llegaron al pie de la montaña, tomaron de pronto una dirección que desde luego no conducía al castillo. Se ocultó al fin el sol lentamente. A la tenue luz del crepúsculo, los murciélagos empezaron a revolotear girando enloquecidos sobre su cabeza; el camino se hacía cada vez más oscuro; ya no se veía ni oía a nadie; sólo, de vez en vez, a cualquier labriego fatigado por la dura jornada que caminaba pesadamente hacia su choza. Todos los que estaban en el castillo del barón mostraban una perplejidad absoluta, cuando no gran inquietud... Mientras, en otro lugar de Odenwald, acontecía en el mismo momento una escena al menos curiosa. El joven conde Von Altenburg marchaba tranquilamente; iba al trote corto, sin prisa, con esa satisfacción propia de un hombre que en breve tomará por esposa a una bella y joven dama, cuando ya sus amistades lo han liberado de todas las trabas y han disipado todas sus incertidumbres, propias, por lo demás, de quien se ve obligado a hacer la corte. Estaba seguro el conde de que su futura esposa le esperaba para ofrecerle una magnífica mesa con la que regalarse tras el largo camino. Mas ocurrió que se había encontrado en Würtzburg con un compañero de armas, con el que había servido algún tiempo atrás en la frontera. Herman Von Starkenfaust era uno de los guerreros más fornidos, intrépidos y temibles de la caballería alemana. Volvía ahora, ya licenciado, al castillo de su padre, no muy alejado del de Landshort, aunque hay que mencionar que una antigua querella mantenía aún, por aquel tiempo, la enemistad de las dos familias, a la que sin embargo eran ajenos el conde y el caballero. En la alegría que a los dos embargó por su encuentro, ambos se contaron sus últimas aventuras y avatares; el conde, naturalmente, le dijo que iba a contraer matrimonio con una dama a la que jamás había visto, pero de la que tenía las mejores nuevas, incluso las referencias más maravillosas. Como iban en la misma dirección, convinieron en hacer juntos el resto del viaje; a fin de hacerlo aún con mayor comodidad, abandonaron Würtzburg a hora muy temprana de la mañana, ordenando el conde a su séquito que saliera más tarde para darles alcance y reunirse de nuevo. Con el relato de sus aventuras, entre las que no faltaban tales o cuales combates, fueron haciéndose más grato el viaje, de común tedioso; el conde, por lo demás, en ocasiones se excedía al hablar de aquella prometida a la que jamás había visto, diciendo por ejemplo que era la mujer más hermosa del mundo y otras y muy felices cosas por el estilo... Sin que se hiciera apenas un silencio entre ellos, se adentraron, pues, en las montañas de Odenwald y atravesaron uno de los desfiladeros más oscuros y peligrosos del viaje. Es bien sabido que los bosques de Germania albergaban por aquel tiempo muchos bandidos, casi tantos como castillos llenos de fantasmas había, y en la época en que transcurre esta verídica narración, eran muchos los desertores de la milicia a los que no les había quedado otro remedio, a fin de evitar la muerte, que echarse a los caminos organizados en bandas de salteadores. Nadie ha de sorprenderse, así las cosas, si digo que nuestros dos caballeros fueron atacados al cabo por una banda de ladrones cuando, atrás ya el desfiladero, se adentraron en el bosque.


Se defendieron con gran coraje, como es lógico; lucharon largo tiempo, y ya estaban a punto de sucumbir, empero, cuando acudió el séquito del conde en su auxilio. Huyeron los bandidos entonces; mas el conde había recibido una herida mortal y no tardaría mucho en fallecer. Antes, sin embargo, se le llevó con cuidado a Würtzburg para que fuese atendido por un sabio monje que lo mismo curaba las almas que los cuerpos... En vano. La mitad de su talento, la que curaba los cuerpos, se demostró incapaz de evitar que allí concluyesen los días del pobre conde Von Altenburg. En su lecho de muerte suplicó el conde a su amigo que se dirigiese al castillo del barón de Landshort tan presto como pudiera para comunicar la causa de que no hubiese estado junto a su prometida en la hora anunciada; aunque no se tratase del amante más apasionado, sí hay que hacer notar que era probablemente el hombre más cumplidor de sus obligaciones y palabra, y se mostraba ciertamente dolido por no haber hecho acto de presencia donde se le esperaba. También por la misma razón suplicaba al amigo que cumpliese cuanto antes su encargo. «Si no se hace así —le dijo —, no reposaré tranquilo en mi tumba». Lo repitió hasta dos veces más, solemnemente. Tan viva súplica no necesitaba más que ser atendida, sin otras consideraciones; así, pues, el guerrero Starkenfaust calmó a su amigo prometiéndole cumplir fielmente su última voluntad y le tendió su mano para darle la prueba necesaria de la validez de su palabra. El moribundo llevó la mano del amigo a su corazón, muy agradecido por su gesto noble, y apenas unos pocos segundos después comenzaba a delirar trágicamente. Habló, en su sinrazón, de su prometida, de la felicidad que le aguardaba junto a ella; dio órdenes para que se le preparase un caballo con el que dirigirse cuanto antes hacia el castillo de Landshort... Y murió soñando que galopaba. Starkenfaust exhaló entonces un suspiro y se echó a llorar, lamentándose de tan trágica como prematura muerte; no obstante, pronto pensó en el encargo hecho por su amigo antes de expirar; sentía una opresión terrible en el pecho y tenía la cabeza atormentada por la inquietud y la prisa de cumplir cuanto antes aquella última voluntad del conde, pues no en vano tenía que presentarse en la casa de los enemigos históricos de su familia sin haber sido invitado, y encima para acabar con las ilusiones y con la alegría de los allí reunidos, comunicándoles tan triste nueva... Pero, al tiempo, cobraba en él fuerza, paulatinamente, una cierta curiosidad por ver de cerca a la bella Katzenellenbogen, cuya fama de hermosa se extendía ya más allá de la comarca y a quien tan alejada del mundo habían tenido siempre... No en vano era Starkenfaust un rendido, si no devoto, admirador del bello sexo, y se daba en su carácter, además, una cierta tendencia a la originalidad en sus comportamientos, que lo llevaba a emprender cualquier aventura con que sólo se le pasara una vez por la cabeza. Antes de partir, cuidadoso como lo era con los detalles, hizo los necesarios arreglos con los frailes del convento para la celebración del funeral por su amigo, que sería enterrado posteriormente en la catedral de Würtzbug, en la cripta de sus antepasados, y los servidores del conde, llenos de tristeza, cargaron con sus restos para hacer el trágico traslado hasta la iglesia.


Mas, volvamos de nuevo a la familia de los Katzenellenbogen... Esperaban todos impacientemente al novio, y no menos impacientemente, que se sirviera la comida... Y volvamos al barón, al que dejamos en su torre vigía... Desesperado el barón porque ya se había cerrado la noche sin que diera señales de vida el futuro esposo de su hija, bajó de la torre. El banquete, que se había retrasado ya más de lo necesario, no se podía demorar por más tiempo pues comenzaban a secarse algunas de las viandas preparadas; el jefe de los cocineros, muy apurado y nervioso, pero no sólo él, sino la servidumbre toda, y los pinches de la cocina, y naturalmente los parientes, todos, en fin, mostraban un hambre semejante al que pueda tener todo un batallón de soldados tras días y días sin probar bocado. Muy a su pesar, no le quedó al barón más remedio que dar su consentimiento para que todos ellos recibieran la ración pertinente, aunque aún no hubiera hecho acto de presencia el invitado de honor. Tomaron todos asiento, al fin, ante su plato; ya iban a dar cuenta del banquete, cuando se dejó sentir a poca distancia la llamada de un cuerno, lo que inequívocamente anunciaba la presencia inminente de un viajero... Sonaron más toques, prolongados por los ecos de los patios del castillo, que fueron respondidos por los cuernos de la guardia para dar cuenta de que se le franqueaba el paso al que llegaba. El barón salió apresuradamente a dar la bienvenida a quien creía su futuro yerno. Ya habían bajado los guardias el puente levadizo, ya se encontraba el viajero ante la reja de la puerta... Era un caballero alto y muy fuerte, a lomos de un poderoso caballo negro; llegaba muy pálido, pero tenía brillantes los ojos; una muy honda melancolía parecía haber impresionado su semblante y le daba un aspecto más que notable de héroe romántico... El barón se lamentó de verle llegar solo y sin equipaje; por un momento se sintió herido en su dignidad, pues aquel a quien tenía por el prometido de su hija se presentaba con tales y tan lamentables trazas ante la familia, de rancio abolengo y gran distinción, a la que iba a unirse... En suma, se dijo que su futuro yerno era un tanto descortés, no importaba lo muy duro que le hubiera resultado el viaje... Así y todo, se calmó pronto el barón, diciendo para sus adentros que a buen seguro había procedido así debido a la ansiedad que tenía por conocer a su hija, lo que le llevó a ponerse en camino sin aguardar a su servidumbre y sin acicalarse siquiera.


—Lo siento —dijo el recién llegado—; no quería llegar a vuestra casa a hora tan intempestiva... El barón lo interrumpió entonces con un auténtico chaparrón de cumplidos, que acompañaba de miles de salutaciones cordiales, ya que, olvidada su desazón y su resentimiento anteriores, el caballero se había expresado de manera tan elocuente y diplomática. Quiso el extraño detener aquel torrente de palabras, un par de veces, alzando la mano; pero viendo que era imposible hacer que el barón callase para escucharle, se resignó, bajó la cabeza y esperó a que acabara.


Así llegaron al último patio del castillo. Al fin hizo el barón una pausa; mas en cuanto el caballero intentó abrir la boca para explicarse, de nuevo fue interrumpido, ahora por la irrupción de las mujeres de la familia, que llevaban de las manos a la novia, modosa ésta, pugnando vergonzosa por esconderse tras ellas, ruborizada dulcemente en su sonrisa... No pudo por menos que contemplarla arrebatado el caballero, como en éxtasis; tal parecía que se hubiera enajenado su alma al contemplar a tan bella damita. Una de las tías solteronas murmuró entonces unas palabras al oído de la hermosa v virginal muchacha, que hizo un gran esfuerzo para hablar, alzando tímidamente sus ojos de un azul profundo, húmedos por las alegres lágrimas que intentaba reprimir. Miró al caballero, pero fue sólo un segundo, pues de inmediato bajó los ojos otra vez. No le brotó una sola palabra de entre los labios, pero una graciosa sonrisa que vagaba por su boca le marcó dos no menos lindos hoyuelos en sus mejillas de rosa, como si hubiera querido demostrarle que nada le placía más que su presencia. Era imposible, ciertamente, que una damita en la tierna y feliz edad de los dieciocho años, dispuesta a entregarse al amor y al matrimonio en cuerpo y en alma, no quedase encantada ante la presencia de un caballero como aquél, de porte tan impresionante y de nobleza más que evidente. El caballero se presentaba muy tarde, por lo que no había tiempo para más preámbulos, ni mucho menos para seguir hablando. El barón era hombre que se distinguía por adoptar decisiones rápidamente, así que, dejando para el día siguiente cualquier explicación, hizo que todos tomaran asiento a la mesa para que se diera inicio, de una vez por todas, al banquete de bienvenida, aún intacto. La mesa estaba servida en el gran salón del castillo. Los muros, cubiertos de retratos de los héroes de la familia Katzenellenbogen, alguno de los cuales, por cierto, era incluso bien parecido, y de incontables trofeos de caza, y otros obtenidos en justas memorables a lo largo de los tiempos. Había también, en tan severa decoración, petos y cotas destrozados, lanzas rotas, pendones desgarrados, estandartes pisoteados por los caballos, salpicado todo ello con los despojos de los animales cazados: la quijada de algún lobo, los colmillos de un jabalí, algunos de aspecto tan amenazador como las ballestas y las flechas junto a las que eran exhibidos, al lado de mazas, hachas y espadas cruzadas. Aquel a quien tenían por el novio prestó poca atención, sin embargo, a la sociedad que lo rodeaba y al mismísimo festín que se le ofrecía, con ser extraordinario; por el contrario, no hacía más que mirar a la hermosa novia. Hablaba tan bajo que los convidados no podían oírle, pues téngase en cuenta que los enamorados apenas tienen voz, de tan arrebatados; el amor murmura suave y dulcemente su lenguaje. Sólo esperaba el caballero una palabra de la novia, pues qué amante es tan poco sutil como para no estremecerse de gozo con el más leve sonido de la voz de su amada? Aquella ternura y aquella gravedad que se daban en el recién llegado, la exquisitez de sus modales en contraste con su aspecto fiero, impresionaron profundamente a la virginal damita, que le prestaba una atención máxima mientras cambiaba del suave arrebol al rubor intenso; de vez en vez balbucía una respuesta, y cuando los ojos del caballero dejaban de mirarla, le lanzaba ella una mirada, de reojo y a hurtadillas, para saciarse con su romántica apostura... Naturalmente, exhalaba entonces un suspiro encantador. Era más que evidente que ambos habían sucumbido ya a la más ardorosa pasión. Las tías solteronas de la damita, harto versadas ellas en los secretos del corazón, se decían por lo bajo que ambos se habían enamorado nada más verse, cosa de la que se congratulaban. Así transcurrió el festín, pues, entre el beneplácito de los invitados; mas acabó un poco salvajemente, pues ida la morigeración primera los parientes del barón dieron cuenta de las viandas con ese apetito depredador que es propio de quien anda de común con la bolsa vacía y encima respirando de continuo el sano aire de las montañas. Como no podía ser de otra forma, narró el barón lo más granado de sus historias y anecdotario, pero hay que decir que pocas veces lo había hecho tan bien como entonces. Si en una de sus narraciones había algún acontecimiento maravilloso, quienes lo escuchaban quedaban aún más encantados que los personajes de la historia; si decía alguna jocosidad, sabían cuándo reírse en el momento oportuno. Cabe añadir que el barón, como la gran mayoría de los señores de su tiempo, poseía una dignidad enorme y no era, por ello, hombre dado a las excentricidades y a los chascarrillos groseros, por lo que pocos eran los que tenían por una tontería plena sus historias; y si creía haber consentido en cualquier cosa chocarrera, bien que a su pesar, y aunque los demás no lo hubiesen advertido, acudía presto al vino el barón para llenarles las copas, forzar un brindis y dejar que cayera el velo del vino así de gratamente bebido sobre su desliz anterior. Naturalmente, una gracia, por muyabsurda e involuntaria que sea, siempre es bien recibida cuando el dueño de la casa la acompaña con una invitación a beber un caldo excelente. Entre los invitados, por lo demás, los espíritus más pobres y mezquinos de la parentela del barón aprovechaban el contento general para decir cosas que en otra ocasión jamás se hubieran atrevido a proclamar. Susurraban al oído de las mujeres mil cuentos festivos, algunos incluso procaces, que atacaban de risa convulsa a quienes los oían... y a quienes los contaban, claro... Un primo carnal del barón, por ejemplo, un hombre muy pobre pero que no por ello era malhumorado y sombrío, sino todo lo contrario, un hombre sanote v de cara muy colorada, se puso a aullar en un momento dado, más que a cantar, varias de esas cancioncillas populares que las púdicas tías solteronas de la novia oyeron a través del abanico abierto con el que se tapaban la cara. En medio de tan tumultuosa como alegre reunión, el recién llegado, empero, mantenía una extraña gravedad que contrastaba, no obstante su delicada educación, de la que hacía gala en todo momento, con la algarabía reinante a su alrededor. A medida que avanzaba la noche, sin embargo, se le vio más triste y pensativo, y cosa aún más sorprendente, las historias del barón, en vez de divertirle, como a los demás, le hacían sentirse más melancólico y evocador... A veces parecía sumido en una honda meditación; otras, un vistazo huraño, inquieto y furtivo que echase a los demás, denotaba la turbación en que se debatían sus pensamientos v el sentir de su alma. No obstante, conversaba con la novia; mas eran sus palabras, con ella, tan animadas como misteriosas. Aquel misterio que había en algunas de las cosas que decía el caballero, hizo que la frente antes serena de la doncella comenzara a oscurecerse con nubes negras de pena; su corazón comenzaba a palpitar sobresaltado, no por el entusiasmo del amor, sino por el temor de una pena muy grande. Aquello, naturalmente, no pudo escapar a la atención de varios de los allí presentes. La inexplicable y súbita tristeza de la novia, y la rigidez del caballero, llenó de inquietud a quienes les observaban, al punto de que, poco después, todos hablaban en voz baja, habían cesado los cánticos y las bromas, se miraban acongojados... Se testimoniaban, en fin, su sorpresa ante aquella melancolía de los amantes, cuya causa ignoraban. Poco a poco fue haciéndose el silencio en el gran salón del castillo. Se entrecortaban las conversaciones, aun las que se hacían en voz más baja, con un lúgubre silencio... Y donde antes hubo algarabía, fiesta, relatos jocosos y hasta indecentes, comenzaron a producirse narraciones trágicas, de aventuras sobrenaturales las más... A un cuento realmente pavoroso sucedía otro aún más terrible. El barón hizo que más de una dama estuviera a punto de sufrir un síncope, con el relato sobre un espectro que llevaba a la grupa de su caballo a la bella Leonora... Una historia espantosa, es cierto, pero real; una historia que después de sucedida apareció en versos magníficos que en el presente admira el mundo entero El caballero al que todos tenían por el prometido de la hija del barón escuchó aquella historia atentamente y quedó impresionado a tal punto, que hubo de levantarse de su silla, haciendo mucho ruido, antes de que el anfitrión la concluyera. Al hacerlo, destacó sobremanera su gran estatura; el barón, que era hombre de corta talla, como ya se ha señalado, creyó hallarse entonces ante la presencia de un gigante, o de algún otro ser nacido de las historias fantásticas a las que tanto propendía. Oyó el caballero de pie, pues, el final de la narración del padre de la novia; lanzó entonces un hondo suspiro y se despidió de los allí presentes con educación y mucha solemnidad, dejándolos perplejos. Miraron todos al barón, entonces, que además de atónito parecía haber sido tocado por un rayo.






—¡No podéis abandonar el castillo a estas horas! —le dijo el barón, rehaciéndose—. Es la recepción que os brindamos... Y ya os hemos dispuesto


aposentos para que descanséis... Pero el caballero movió la cabeza triste y misteriosamente. —Debo —dijo al fin— pasar esta noche en otros aposentos, bien distintos de los que me ofrecéis. Algo en su tono hizo que el barón se conmoviera, mas, como era hombre orgulloso, repitió su hospitalario ofrecimiento. El caballero, no obstante, se limitaba a negar con la cabeza, sin decir palabra, mirando al suelo. Al fin alzó la mano, en señal de despedida, y abandonó el salón. Las tías solteronas de la bella novia se quedaron de piedra; la hermosa virgen escondió sus ojos a la mirada de los demás para que no viesen que lloraba. El barón, no obstante, y por hacer que prevaleciera su dignidad, se levantó para ir tras el caballero, alcanzándole cuando llegaba al patio donde su poderoso caballo negro golpeaba impacientemente el suelo de piedra con sus cascos. El caballero, entonces, y como no quería mostrar descortesía para con su anfitrión, se volvió y dijo con voz ahogada, casi sepulcral:






—Ahora que nadie nos oye puedo deciros el secreto de mi marcha... He hecho una promesa solemne y he de cumplirla...


—¿Cómo? —dijo el barón—. ¿Y no os puede reemplazar alguien de vuestra confianza para cumplir ese compromiso?


—Nadie puede reemplazarme. Estoy obligado por mi palabra a ir a la catedral de Würtzburg.


—Bien, de acuerdo —aceptó el barón—. Id presto, pero tendréis que regresar mañana en busca de mi hija.


—No —dijo muy lúgubre el caballero—; no he dado mi palabra de llevar a vuestra hija al altar de la catedral de Würtzburg. Me esperan los gusanos de la


sepultura... Estoy muerto... Me asesinaron unos salteadores de caminos... Mi cuerpo yace ahora en la catedral de Würtzburg y seré enterrado a medianoche... Mi tumba, pues, me aguarda abierta; es preciso que cumpla mi palabra. Monto rápidamente a caballo, cruzó como una flecha el puente levadizo y pronto se perdió el eco de los cascos de su montura, barridos por un súbito viento feroz y la oscuridad de la noche.






El barón, profundamente consternado, volvió al salón del castillo donde se había celebrado el festín y contó lo que acababa de pasarle... Dos damas de las allí presentes se desmayaron de golpe. Otras se pusieron enfermas sólo de pensar que habían compartido mesa con un espectro. Varios de los parientes del barón creyeron que aquel caballero fantasmagórico podía ser el cazador al que aluden tantas leyendas alemanas. Otros hablaron de los espíritus de las montañas, de los duendes y demonios de los bosques, en fin, de una buena cantidad de seres sobrenaturales, cuyas historias han espantado desde tiempo inmemorial a las buenas gentes de Germania. Uno de los parientes más pobres del barón incluso supuso, y así lo proclamó, que acaso aquello no fuera más que una broma del novio, una disculpa para retirarse, añadiendo que su sombría apariencia, y hasta su clara extravagancia, no hacían presagiar nada bueno, a pesar de sus modales. Ni que decir tiene que de inmediato mostraron su indignación ante aquellas palabras los allí presentes, y sobre todo el barón, que lo miró como si fuera un renegado de la fe verdadera... El pobre incrédulo no tuvo más remedio que abjurar de inmediato de su herejía y abrazar con fervor la fe de los verdaderos creyentes, aun en los espectros. Mas, cualesquiera que hubieran sido las dudas, quedaron disipadas por completo a la mañana siguiente, cuando llegaron al castillo heraldos con la mala nueva de la muerte del joven conde y de su entierro en la catedral de Würtzburg... Es fácil imaginar la consternación que aquellas noticias causaron en el castillo. El barón se encerró en su cuarto para llorar sin ser visto; los invitados que la noche anterior tanto regocijo mostraran no querían, empero, dejarle solo con su dolor y vagaban por los patios, o se reunían en los salones, para lamentarse, más que por el fallecimiento del novio, por la tristeza de tan gran hombre como era el barón, valedor de muchos de ellos. Acaso por afán de cobrar fuerza y valor ante la desgracia fue por lo que comieron y bebieron abundantemente a lo largo del día. La pobre y virginal doncella, viuda antes de casarse, era quien más lástima daba... ¡Había perdido a su esposo antes de haberlo abrazado siquiera! ¡Y qué esposo! Si era así de agraciado e imponente como espectro, ¿cómo habría sido en vida? Lloraba y se lamentaba llenando las estancias todas del castillo con su dolor, salvo el comedor donde se hartaban los parientes. Pasó la segunda noche de su viudez en su cuarto, acompañada de una de sus tías, que tenía el decidido empeño de dormir junto a ella. Esta mujer, su tía, a la que conmocionaban especialmente las historias de fantasmas y aparecidos en general, y que además sabía narrarlas muy bien, contó uno de aquellos cuentos a su sobrina, para que se quedase dormida, mas la que se durmió al cabo fue ella misma, aun sin terminarla, pero hay que decir que escogió para la ocasión una de las historias más largas de cuantas se sabía... Aquella habitación estaba bastante apartada de las demás y daba a un pequeño jardín; la hija del barón, dormida ya su tía, sumida en sus recuerdos y en las expectativas frustradas, la virginal y contrita muchacha, contemplaba la pálida claridad de la luna en cuarto creciente, que parecía tremolar entre las hojas de las ramas de un álamo que se alzaba frente a la ventana. El reloj del castillo había dado ya las doce cundo se dejó sentir en el jardín una dulce música de laúd, muy melodiosa y grata. La joven se tiró de inmediato del lecho y acudió para asomarse a la ventana.


Oculto entre las sombras de los árboles apenas se divisaba un fantasma; mas la luna le prestó su luz para que pudiera verlo... ¡Era el espectro de su


novio! Más que de la visión espectral, se asustó entonces la doncella por el grito de terror que escuchó justo tras ella... Su tía, a la que había despertado aquella música, también acudió a la ventana; gritó al contemplar al fantasma y se desmayó. Cuando recuperó el sentido, la visión ya se había esfumado.


De las dos, fue la tía quien requirió más atenciones, pues el terror experimentado ante aquello acabó por trastornarla durante un tiempo. La muchacha, por el contrario, hasta en el espectro de su novio encontraba dulzura y encantamiento placentero; a fin de cuentas, siempre que se le aparecía conservaba su apostura y su belleza varonil, y aunque el fantasma de un hombre sea cosa poco propicia para satisfacer los más ardientes deseos de una joven dama enferma de amor, pues no es un fantasma, en el fondo, otra cosa que una sombra leve y fugaz, sólo verlo le daba el necesario consuelo. La tía había declarado que jamás volvería a dormir en aquella habitación e intentó que tampoco su sobrina lo hiciera, pero en esta ocasión la joven fue tenaz en su porfía y se negó a dormir en otros aposentos del castillo. Quería, como es lógico pensarlo, dormir sola en su habitación para recibir tranquilamente la visita del espectro de su novio. Antes, empero, rogó a su tía que no contara la historia del fantasma, si no quería arrebatarle el único placer melancólico que le quedaba sobre la tierra, cual lo era el de dormir en una habitación guardada durante la noche por la sombra expectante de su amado. No sé cuánto tiempo hubiera podido mantener la tía solterona su secreto, pues era dada a hablar apasionadamente de prodigios y contar aquello le podía haber supuesto un auténtico triunfo; seguro que ninguna otra solterona, en toda la comarca, tenía una historia tan pavorosa como la suya. Aún hoy se dice por aquellos pagos, con admiración, que guardó silencio durante una semana entera... Pero pronto quedó libre del tormento de seguir haciéndolo, pues comprobó una mañana, cuando se disponía a bajar de sus aposentos para desayunar, la mala nueva de que la joven había desaparecido. No estaba en su cuarto, ni había dormido en su lecho; tenía la ventana abierta; la tierna palomita, pues, parecía haber volado. Es difícil hacerse una idea de la estupefacción en que se sumieron los moradores del castillo ante la ausencia de la hija del barón. Hasta los parientes del barón que comían a dos carrillos hicieron una pausa y cesaron en su voraz apetito, cuando la tía solterona, llevándose las manos a la cabeza, recorrió todas las estancias del castillo diciendo con un hilo de voz: «El fantasma, el fantasma... Se la ha llevado el fantasma». Con muy pocas y acongojadas palabras refirió entonces la pavorosa escena del jardín, de la que ella mismo había sido testigo. Y repetía una y otra vez que el espectro había raptado a su sobrina, opinión secundada por dos jóvenes criadas, además, que aseguraron haber oído trotar a un caballo hacia la medianoche; no cupieron dudas a los allí presentes de que era el brioso corcel negro del caballero, que así se había llevado a su tumba a la virginal doncella.


Tan cruel acontecimiento consternó pronto a los moradores de la región toda, aunque tales sucesos, según lo atestiguan las historias que por allí se refieren, son tristemente habituales en Alemania. Más, ¡cuán lamentable era el estado del barón! ¡Cuán dura la puñalada que había atravesado su corazón de padre y miembro de la muy digna estirpe de los Katzenellenbogen! Una de dos: o su hija había sido arrastrada a la tumba, o tenía por yerno a un espectro... Y hasta podía darse la circunstancia, se decía lloroso, de que tuviera por nietos a una banda de duendecillos... El pobre hombre perdió la cabeza, por lo que todo el castillo, como suele decirse, anduvo en lo sucesivo patas arriba... Dio el barón, en su dolor, órdenes tales como la de que su guardia recorriera a caballo todos los rincones, senderos y grutas de Odenwald, y él mismo llegó a ceñir su espada y a capitanear alguna partida durante muchas y largas jornadas de infructuosa búsqueda, bien ceñidos los estribos a sus pies, para dar con la hija desaparecida... Más, en tales afanes estaba un día cuando una nueva visión lo dejó petrificado a las puertas de su castillo: era una dama montada en un palafrén, que se dirigía al castillo acompañada de un caballero... Puso la dama su caballo al galope hasta llegar a las mismas puertas del castillo, y desmontando allí cayó a los pies del barón y se abrazó a sus rodillas: era la hija a la que creía perdida para siempre; el caballero, claro está, el espectro del novio. Confuso, el barón miraba alternativamente a su hija y al espectro, y difícil le resultaba dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El espectro tenía mucho mejor aspecto que cuando lo conoció, como si el reino de las sombras le sentara estupendamente; vestía de maravilla, con lo que su imponente estampa se realzaba. Ya no estaba pálido ni parecía melancólico; por el contrario, su apostura parecía fogosa, juvenil, y le brillaban sus grandes ojos negros de tanta alegría. Bien, digamos que muy pronto se aclaró todo aquel misterio... El caballero en cuestión no era otro que Herman Von Starkenfaust, que muy pronto pasó a referir al dueño del castillo aquella trágica aventura que viviera con el malogrado conde Von Altenburg. Confesó, así, que fue él quien se presentó aquella noche en el castillo, cuando todos aguardaban al novio; que como el barón no le dejaba decir una palabra, cada vez que quiso transmitirle la mala nueva que llevaba, nada pudo contarle antes de que le fuera presentada la novia y antes de que lo sentaran a la mesa; y que, como al ver a la bella novia su corazón le dio un vuelco y quedó prendido de ella al instante, dejó que se le tomara por el pretendiente verdadero, quien ya estaba muerto, añadiendo que fueron las historias de aparecidos que contó el barón aquella noche lo que le sugirió la idea que puso en práctica, deseoso de irse de allí de una vez por todas para atender a la promesa hecha al buen amigo en su lecho de muerte. El caballero, por lo demás, había seguido visitando a la muchacha furtivamente, presentándose en el jardín como si fuera un fantasma, porque, según dijo, temía no ser aceptado como quien en realidad era a causa del histórico enfrentamiento de sus familias, pues también con la de los Katzenellenbogen, además de con los Altenburg, estaba enfrentada la suya. El caballero y la dama aseguraron que ya se habían desposado.


El barón, en cualquier otra circunstancia, se hubiera mostrado inflexible y duro, pues tenía en muy alta estima los fueros de la autoridad paterna, mas adoraba a su hija, había llorado largamente su ausencia, y se regocijaba de verla aún viva y si cabe más hermosa, aunque tuviera por esposo a un caballero de una casa enemiga. Pero, al menos, y gracias a los cielos, no era un espectro. Es preciso señalar, sin embargo, que la añagaza del caballero, haciéndose pasar por un muerto, no se avenía rigurosamente con sus principios, de una observación absoluta de la verdad; pero algunos viejos amigos que estaban allí presentes y que habían guerreado más que ampliamente, dijeron al barón que toda estratagema es lícita tanto en el amor como en la guerra, y que el caballero Von Starkenfaust tenía derecho a un privilegio especial después de haber servido en la caballería, fuerza obligada a librar encarnizados combates por aquellos tiempos. Así, dichosamente, concluyó todo, pues... El barón perdonó su fuga a los amantes y el castillo vivió festejos y celebraciones varios, en los que los parientes del barón abrumaban al caballero con sus lisonjas y atenciones, pues no en vano era galante, generoso... y muy rico, de muy buena casa, aunque históricamente enemiga. De las tías solteronas, digamos que se escandalizaron un poco ante todo lo acontecido, y que se dolieron algo más pues con ello resultó evidente que su rígido sistema educativo, basado en la reclusión y en la obediencia pasiva, había fracasado con su sobrina... Eso sí, de lo que más se lamentaron fue de no haber puesto una celosía bien forjada en la ventana de la habitación de la entonces doncella. Una de ellas, ya sabemos quién, se sentía mortificada pues al cabo su maravillosa historia del rapto de la joven a manos del espectro, al que juraba haber visto, además, no era sino causa de burla de los otros. Así y todo, trataba de consolarse diciéndose que su sobrina, por lo menos, había encontrado un hombre de carne y hueso con el que amar, para no verse obligada a hacerlo con una vana y fugaz sombra.



Mis Historias



El Espectro De Olivier



Olivier Prévillars y Baudouin Vertolon, nacidos los dos en la ciudad de Caen, estaban unidos desde la infancia por la más estrecha amistad. Eran más o menos de la misma edad, sus padres eran vecinos; todo contribuía a hacer duradera la amistad que se profesaban. Un día, en una exaltación de sentimiento bastante común en la primera juventud, se prometieron no olvidarse jamás, e incluso llegaron a jurar que el que muriese primero iría al instante a ver al otro para no abandonarle. Escribieron y firmaron este juramento con su propia sangre. Pero pronto los inseparables (pues era así como les llamaban) se vieron forzados a alejarse uno del otro; tenían entonces diecinueve años. Olivier, que era hijo único, se quedó en Caén para secundar a su padre en las tareas del comercio; Baudouin fue enviado a París para estudiar derecho, pues su padre le destinaba a la abogacía. Se puede imaginar fácilmente el dolor que esta separación causó a los dos amigos. Se despidieron de la forma más afectuosa, renovaron su promesa y volvieron a escribir un nuevo juramento de reunirse, incluso después de la muerte, si el cielo quería permitirlo. Al día siguiente, Baudouin partió hacia París. Pasaron cinco años en perfecta tranquilidad; Baudouin había realizado los más rápidos progresos en el estudio de las leyes y ya se encontraba en el grupo más distinguido de jóvenes abogados. Los dos amigos mantenían una correspondencia continuada y seguían comunicándose todas sus acciones y sentimientos. Finalmente, Olivier escribió a su amigo que iba a casarse con la joven Apolline de Lalonde, que este matrimonio colmaba sus deseos, que necesitaba hacer un viaje a París para coger algunos papeles importantes y que tendría la dicha de volver a Caen con su querido amigo Baudouin para hacerle testigo de su himeneo. Anunciaba que llegaría en unos días a París, en coche público. Baudouin, ilusionado con la esperanza de volver a ver a Olivier, se dirigió el día señalado a la parada de coches, pero no encontró a su amigo. Un día, dos días pasaron; finalmente, al cuarto día, Baudouin recorrió un buen trecho por el camino de Caen, al encuentro de la diligencia. La halló por fin, y cuando estaba a una distancia conveniente, vio con toda claridad a Olivier en la puerta del coche, extremadamente pálido, vestido con un traje de tela verde, adornado con un pequeño galón dorado y con un sombrero que le cubría os ojos. El coche pasó muy rápido, pero Baudouin oyó a Olivier que le decía, saludándole con la mano: —Me encontrarás en tu casa.— El joven abogado siguió al coche y llegó a la oficina poco tiempo después. Al no encontrar a Olivier, preguntó a los viajeros dónde estaba el joven que le había saludado en el campo y le había hablado; pero nadie pudo comprender nada de sus preguntas: en vano describió la figura y la ropa de la persona que buscaba; no habían visto en el coche ningún hombre con traje verde. El conductor de la diligencia quiso saber el nombre de la persona por quien preguntaban; al oír el nombre de Olivier Prévillars, respondió que no estaba en la lista, pero que lo conocía muy bien, que era el joven más amable de Caen, que cuando se despidió de él se encontraba con buena salud y que llegaría a París dentro de tres días como muy tarde. Después de estas aclaraciones, Baudouin se retiró, no sabiendo qué pensar de aquel suceso. Al volver a casa, preguntó a su doméstico si había venido alguien. El doméstico respondió que no. Entonces Baudouin entró solo en el dormitorio, con una candela en la mano, pues empezaba a oscurecer.


Después de haber cerrado la puerta, divisó junto a la chimenea al hombre vestido de verde; estaba sentado y no se le podía ver la cara. Baudouin se acerca y dirige la candela hacia el desconocido, quien, tras levantar súbitamente un ojo inmóvil y descubriendo el pecho agujereado por veinte puñaladas, le dice con voz sombría: —Soy yo, Baudouin, soy tu amigo Olivier, que fiel a su juramento... —Al oír estas palabras, Baudouin lanza un grito y cae desvanecido. El doméstico acude al oír el ruido de la caída y le hace volver en sí a fuerza de procurarle cuidados. Al abrir los ojos, Baudouin divisa otra vez a Olivier y se lo señala a su criado; éste dice que no ve a nadie. Baudouin le ordena sentarse en la silla donde está Olivier; el doméstico obedece como si no hubiera nadie en el asiento, y la sombra parece que sigue allí todavía... Entonces Baudouin, totalmente recuperado, ordena a su criado que se vaya y, acercándose a Olivier, le dice: —Perdona, ¡oh, amigo mío!, que no me haya dominado cuando tu aparición súbita e imprevista me sobrecogió. Olivier se puso de pie y le respondió: —¿Has olvidado entonces tu juramento de amistad, o lo has considerado de un modo frívolo? No, Baudouin, este sagrado juramento fue escrito y ratificado en el cielo, el cual me permite cumplirlo. Ya no soy. ¡Oh, mi querido Baudouin, un crimen abominable ha separado mi alma de los lazos que la unían al cuerpo! Que mi presencia deje de ser un motivo de espanto para ti. De día, de noche, en todo tiempo, en todo lugar, el alma de Olivier será la fiel compañera del virtuoso Baudouin. Ella será su guía, su apoyo y su intermediario entre el creador y él. Pero ese Dios que protege la virtud no quiere que el crimen quede impune. Y este crimen, del cual soy yo la víctima, grita venganza. Mi sangre, que todavía está caliente, ha subido con mi alma hasta el trono del eterno. Él ha ratificado nuestro juramento, él te ha escogido para que me vengues, partamos.


Baudouin permaneció algunos minutos sin responder; la palidez del fantasma, su ojo fijo y muerto, su inmovilidad petrificante, su pecho acribillado a puñaladas, su tono sepulcral; todo su aspecto, en fin, inspiraba terror; y el joven abogado no podía evitar el espanto. Pero después de haberse asegurado, rezando una corta oración, de que lo que estaba viendo no era el demonio, se decidió a seguir al fantasma y a hacer todo lo que le dijese. En consecuencia, obedeciendo las órdenes de Olivier, Baudouin cogió algo de dinero, corrió a alquilar una silla de posta y, seguido por su doméstico, partió en ese momento hacia Caen. El criado iba a caballo detrás de la silla, y el fantasma había ocupado un sitio en el interior, siempre invisible para otro que no fuera Baudouin. Durante el viaje, Olivier se entretenía con su amigo, a quien adivinaba los más secretos pensamientos; respondía a las objeciones que se hacía interiormente sobre este sorprendente prodigio; le tranquilizaba y le invitaba a que le considerase un seguro y fiel guardián. Finalmente logró desterrar el espanto que su presencia le había inspirado al principio. Al llegar a Caen, la familia de Baudouin, que ya se sentía orgullosa de su trabajo, le recibió con entusiasmo; como era un poco tarde, dejaron para el día siguiente las aclaraciones y preguntas; Baudouin se retiró a su habitación y Olivier le invitó a descansar mientras le decía que iba a aprovechar su sueño para explicarle la conspiración de la que había sido víctima. Baudouin se durmió, y esto es lo que el alma de Olivier le dijo: —Conociste antes de tu partida a la bella Apolline de Lalonde, que sólo tenía entonces catorce años. La misma saeta nos hirió a los dos; pero viendo hasta qué punto estaba yo enamorado, combatiste tu amor y, manteniendo en silencio tus sentimientos, te fuiste, prefiriendo nuestra amistad sobre todo lo demás. Los años pasaron, fui amado, y ya me iba a convertir en el feliz esposo de Apolline, cuando ayer, en el momento en que iba a partir para traerte a Caen, fui asesinado por Lalonde, el indigno hermano de Apolline, y por el infame Piétreville, quien pretendía su mano. Los monstruos me invitaron, cuando iba a partir, a una pequeña fiesta que debía celebrarse en Colombelle; me propusieron después acompañarme un trecho. Salimos, y ya no me encuentro entre los vivos. A la misma hora en que tú me divisaste en el camino, los desgraciados acababan de asesinarme de la forma más atroz. »Esto es lo que debes hacer para vengarme. Mañana, ve a casa de mis padres y después a la de los de Apolline; invítales, así como a Piétreville, a una fiesta que vas a dar para celebrar tu regreso. El lugar será Colombelle, obtendrás su consentimiento para pasado mañana y fingirás una alegría muy grande. Ya te daré instrucciones más tarde sobre el resto. La sombra se calló. Baudouin durmió plácidamente; al día siguiente ejecutó el plan trazado por Olivier, Todo el mundo aceptó la invitación y fueron a Colombelle. Los convidados eran treinta. La comida fue espléndida y alegre; Piétreville y Lalonde se divertían mucho. Sólo Baudouin estaba sumido en la ansiedad al no recibir ninguna orden de la sombra, presente siempre a sus ojos.


A los postres, Lalonde se levantó y reclamó silencio para leer una carta sellada que Olivier le había entregado, en presencia de Piétreville, según decía, el día de su partida con la orden terminante de abrirla tres días después y en presencia de testigos. Esto es lo que contenía: «En el momento de partir, tal vez para no volver nunca más a mi patria, es necesario, mi querido Lalonde, que te descubra la verdadera causa de mi marcha. Habría sido muy grato haberte llamado hermano mío, pero hace pocos días he conquistado a una joven, por la que siento una atracción irresistible; con ella voy a reunirme en París para seguirla donde el amor nos conduzca. Presenta mis excusas a tu hermana, de quien me siento indigno. Su venganza está en sus manos: he podido entrever que Piétreville la ama; él la merece más que yo.»Olivier Todos quedaron mudos y estupefactos tras la lectura de la carta. Baudouin vio a Olivier agitarse violentamente. La carta pasó de mano en mano; todos reconocieron la letra y la firma de Olivier. Baudouin quiso asegurarse a su vez, pero se la arrancaron de las manos. La carta se mantuvo algunos momentos en el aire y salió en dirección al jardín... La sombra indicó a Baudouin que la siguiese, y éste corrió tras ella, guiado por Olivier. Todos les siguieron y encontraron la carta al pie de un gran árbol, bastante alejado del lugar de la fiesta, a la entrada de un extenso bosque, sobre un montón de piedras. Baudouin cogió la carta exclamando: —¿Qué significa este misterio? Tratemos de penetrar en él, quitemos estas piedras y veamos lo que ocultan. —Lalonde y Piétreville se rieron a carcajadas y dijeron a los demás que no se molestaran por una hoja de papel movida por el viento. Baudouin insistió y, cogiendo a los dos culpables que intentaban alejarse, les llevó al pie del árbol. Allí, tras suplicar a algunos jóvenes que le secundasen y le ayudasen a retenerlos, retiró el montón de piedras, bajo el cual se veía que la tierra había sido removida recientemente. Todo el mundo quedó sorprendido y compartió la impaciencia de Baudouin. Algunos corrieron a buscar útiles; otros retuvieron por la fuerza a Lalonde y Piétreville, que blasfemaban y llenaban de imprecaciones a Baudouin. Abrieron la tierra y encontraron el cadáver de Olivier, vestido con un traje verde y atravesado a puñaladas. Todos los asistentes se quedaron helados de horror. El padre de Olivier se desmayó, y Baudouin exclamó con voz potente: —He aquí el crimen y ahí los asesinos. Socorred a ese padre desdichado. Que lleven el cadáver ante los jueces; y que a Lalonde, a Piétreville y á mí nos lleven inmediatamente a los tribunales. Se llevó a cabo todo lo que Baudouin había pedido; la justicia se hizo cargo de este pleito y el proceso se inició al día siguiente. Las formalidades preliminares pronto fueron cumplidas, y al fin llegó el día de la vista. Los magistrados se reunieron; el acusador y los acusados se encontraron frente a frente, pero el único testigo que había era el cadáver del desgraciado Olivier, tendido sobre una mesa en medio de la sala de la audiencia y tal como lo habían sacado de la tierra. El interrogatorio comenzó. Baudouin repitió con firmeza su acusación: los dos criminales, seguros de que no se podían conseguir ni pruebas ni testigos contra ellos, niegan el crimen con audacia. Acusan a su vez a Baudouin de calumniador y reclaman para él todo el rigor de la ley. La gran muchedumbre que llena la sala espera con impaciencia el desenlace de estos singulares debates. Finalmente Baudouin, a quien el presidente presiona para que presente los testigos y las pruebas del crimen, toma de nuevo la palabra; invoca el nombre de Olivier, muestra el cadáver sangriento y trata de hacer temblar a los asesinos con esta prueba; pero desprovisto de testimonio, siente que sólo un milagro puede iluminar a los jueces. Se dirige entonces con confianza al Ser Supremo y le pide que la muerte abandone por un momento sus leyes: —Gran Dios, resucita un instante a Olivier —exclama— y dígnate poner Tu palabra en su boca.


Después de esta extraña evocación, se produjo el más profundo silencio, los ojos se clavaron en el cadáver, y cada uno, aceptando o rechazando la idea de un milagro, esperaba el efecto de este recurso sobrenatural. Parecía que los acusados, pálidos y atónitos, perdían su firmeza. Pero de pronto, ¡oh, prodigio!, el rostro pálido y verdoso de Olivier adquiere algo de color, los labios se reaniman, los ojos se abren, la sangre se calienta y cae a chorros sobre los dos asesinos, que lanzan gritos horrorosos. Cubiertos con esta sangre acusadora, son presa de convulsiones horribles a las que sigue un frío letargo. Mientras tanto, el cuerpo de Olivier, totalmente reanimado, se incorpora y recorre con la mirada el conjunto de la asamblea, como alguien que sale de un profundo sueño y trata de recordar sus ideas. Sus ojos se encontraron con los de Baudouin y su boca sonrió con aire melancólico; después, volviendo la mirada hacia los dos criminales, se agita furiosamente y un prolongado gemido se escapa de su pecho desgarrado. Finalmente habla y, con una voz sonora, anuncia que Dios le permite desenmascarar a los culpables. Desvela su conspiración, cuenta cómo le asesinaron después de hacerle firmar la falsa carta y da a conocer todos los detalles del crimen: de qué manera Baudouin los ha conocido y cómo, guiado por él mismo, ha logrado sacar a la luz la fechoría. —Hay todavía otros testigos —dice extendiendo el brazo hacia los jueces —; mirad esta mano desgarrada y los cabellos que contiene: son los del bárbaro Lalonde. Cuando esos dos tigres me arrastraban agonizante al pie del árbol donde se proponían esconder mi cadáver, la naturaleza, haciendo en mí un último esfuerzo, se reanimó un momento, agarró con una mano los cabellos de Lalonde y con la otra el brazo de Piétreville, donde mis dedos se hundieron de tal forma que el infame aún lleva la terrible marca; Lalonde, viendo que ningún poder podría hacerme soltar los cabellos, rogó a su amigo que se los cortase con unas tijeras que llevaba encima. No contentos con este asesinato abominable, los cobardes se apoderaron del dinero que llevaba y de cuatro medallas; cada uno tiene dos en este momento. »Esto es, jueces y conciudadanos, lo que tenía que decir. La muerte reclama de nuevo su presa; la naturaleza no puede sufrir por más tiempo que su orden sea turbado. Mi cuerpo vuelve a la nada y mi alma a su destino. A medida que Olivier pronunciaba estas últimas palabras con una voz débil y lánguida, se veía que su cuerpo se descomponía, su rostro perdía color, sus ojos se apagaban; finalmente volvió a caer en el estado de muerte, de donde una poderosa mano acababa de sacarlo. Un silencio profundo, un frío estupor se había apoderado de la asamblea a la vista del prodigio; pero pronto se elevaron gritos de indignación tras el lúgubre silencio. Examinaron todos los indicios que había dado Olivier y comprobaron que eran verdaderos. Los infames fueron condenados a la última pena y conducidos al cadalso, donde expiraron cubiertos de maldiciones. Vengado Olivier, éste se apareció a Baudouin bajo la forma aérea que damos a los ángeles de la luz. Invitó a su amigo a casarse con la encantadora Apolline; y el vengador de Olivier se convirtió así en su sucesor. El padre de Apolline murió de pena al ver a su hijo subir al cadalso. Su muerte dejó en libertad a la hija para contraer un matrimonio que toda la familia veía con muy buenos ojos. Los dos esposos se establecieron en París; fue una unión feliz, y Olivier, siempre presente a los ojos de Baudouin, le sirvió de guía hasta la muerte.



martes, 15 de diciembre de 2009

Mis Historias

La Muerte Enamorada



Padre, tiene curiosidad por saber si yo nunca he gustado el amor: pues bien, sí. La mía es una historia singular y terrible y, aunque tenga ahora setenta años, soy siempre harto reacio a la idea de remover las cenizas de semejante recuerdo. Pero a usted no quiero rehusarle nada: en todo caso, nunca haría un relato de este género a un alma menos experta que la suya. Se trata de sucesos tan extraños, que casi no me arriesgo a creer que me hayan ocurrido verdaderamente. El hecho es que me he encontrado, por algo más de tres años, a merced de una ilusión diabólica. Yo, pobre sacerdote de campaña, he llevado todas las noches en sueño (¡quiera Dios que sólo haya sido un sueño) una vida de Sardanápalo. Me bastó echar una sola mirada, tal vez un tanto complacido, sobre una criatura de sexo femenino, para casi llevar mi alma a la pérdida; pero por fortuna, al fin, con la ayuda de Dios y de mi santo patrono, logré expulsar al espíritu maligno que me poseía. Mi existencia, en cierto momento, se había complicado con una vida nocturna suplementaria y en completo contraste con la otra. Durante el día, era un cura casto, enteramente ocupado en plegarias y cosas santas; pero de noche, apenas cerraba los ojos, me transformaba en un joven señor, fino conocedor de mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor, blasfemo; y cuando, al alba, me despertaba, la impresión que experimentaba era antes bien la de estar entonces durmiendo y soñar que hacía de sacerdote. De esa vida de sonámbulo me ha quedado el recuerdo desgraciadamente indeleble de palabras y objetos que nunca debí haber visto; y, aunque jamás haya salido de las paredes de mi presbiterio, se diría, sintiéndome hablar, que yo fuera en cambio un hombre corrido que, después de haber aprovechado de todos los placeres que ofrece el mundo, se ha acercado a la religión para concluir en el seno de Dios su jornada demasiado turbulenta, y no el humilde seminarista que fui en realidad, envejecido luego en una parroquia ignorada por la mayoría, perdida en el fondo de un bosque donde nunca tuve ocasión de relacionarme con las cosas del siglo. Sí, he amado como quizá nadie en el mundo ha amado jamás, con un amor furioso, de tal modo violento, hasta maravillarme yo mismo de que mi corazón no haya reventado nunca, con tensión semejante. ¡Ah! ¡Qué noches! ¡Qué noches! La vocación de hacerme sacerdote la había sentido desde la más tierna infancia, por lo que todos mis estudios fueron orientados a ese fin, y mi vida, hasta los veinticuatro años, no fue sino un largo noviciado. Concluidos los estudios de teología y pasados todos los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi extrema juventud, de trasponer el último y más temible umbral. Quedó establecido que yo sería ordenado sacerdote durante la semana de Pascua.
Hasta entonces nunca había estado fuera del recinto que comprendía colegio y seminario: sabía vagamente que existía algo que respondía al nombre de "mujer", pero nunca detuve mi pensamiento en aquello: era de una inocencia perfecta. No lamentaba nada, y no sentía, por eso, la menor vacilación ante el compromiso irrevocable que estaba por contraer: me sentía lleno de regocijo e impaciencia. Creo que nunca novio alguno ha contado las horas que le separan de las bodas con ardor más febril que el mío: no podía siquiera dormir, excitado por la idea de que podría decir misa. Ser sacerdote: no concebía nada más bello en el mundo: hubiera rehusado convertirme en rey o poeta. Llegado el gran día, me dirigí hacia la iglesia con paso tan ligero, que me parecía tener alas en las espaldas. Me creía semejante a un ángel, y me extrañaba el rostro sombrío y preocupado de mis compañeros: porque éramos muchos los que debíamos recibir las órdenes. Había pasado la noche en plegaria, y me encontraba en un estado de exaltación lindante con el éxtasis. El obispo, anciano venerable, me parecía Dios, en actitud de contemplar su propia eternidad. A través de las bóvedas del templo entreveía el cielo. Usted, hermano, conoce todos los detalles de la ceremonia: bendición, comunión, unción de la palma de las manos con el aceite de los catecúmenos, para terminar con el santo sacrificio, que se ofrece al unísono con el obispo. ¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Cuán imprudente es no hacer un pacto anticipado con los propios ojos! Por azar, levanté de pronto la cabeza y, de golpe, vi ante mí, tan cercana que hubiera podido tocarla (aun cuando, en realidad, estuviera más bien lejos), una joven mujer de rara belleza, vestida como una reina. Fue como si me cayeran escamas de los ojos: experimenté la sensación de un ciego, que recobra de improviso la vista. El obispo, tan esplendoroso hasta ese momento, se apagó inmediatamente, los cirios empalidecieron en sus candelabros de oro, como las estrellas al sobrevenir la mañana, y en toda la iglesia se hizo una tiniebla completa. La fascinadora criatura se destacaba de aquel escenario de sombra como una revelación divina: parecía que se iluminara por sí sola, y que ella misma fuera una fuente de luz. Bajé los párpados, decidido a no levantarlos nunca más, para sustraerme a toda sugestión que pudiera provenir del exterior; porque, en realidad, me sentía siempre más desviado y sabía siempre menos lo que debía hacer. Un minuto después, reabrí los ojos, porque, aun a través de las pestañas, la veía brillar en una penumbra enrojecida, como si estuviera mirando el sol.
¡Oh, cuán bella era! Los más grandes pintores, aun cuando tratan de hacer el retrato de la Virgen, y buscan por eso representar un tipo ideal de belleza, no se acercan ni siquiera lejanamente a aquella fabulosa realidad. Ninguna paleta de pintor, ningún verso de poeta podría dar idea de ella. Yo no sé aún si la llama que la iluminaba procedía del cielo o del infierno, pero, de seguro, llegaba del uno ni del otro. A medida que la observaba, sentía abrirse en mí puertas de las que hasta entonces no sospechaba ni siquiera su posibilidad, y la vida se me aparecía bajo una luz asaz diversa. Era como si naciera a una nueva existencia, a otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón, y cada minuto que pasaba me parecía al mismo tiempo un segundo y un siglo. La ceremonia, sea como fuere, proseguía, y me transportaba siempre más lejos de aquel mundo, cuya entrada asediaban furiosamente mis deseos recién nacidos. No obstante, en el momento fatal dije "sí". Hubiera querido decir "no", todo en mí se rebelaba y protestaba contra la violencia que mi lengua le estaba haciendo a mi alma: una fuerza oculta me arrancaba las palabras de la garganta, a pesar mío. Algo igual debe acontecerle a las muchas niñas que van al altar con la firme resolución de rechazar el esposo que les ha sido impuesto de penosamente: llegado el momento, ninguna realiza su propósito. Algo igual debe acontecerle a todas las pobres novicias que terminan tomando el velo, aun cuando estuvieran muy decididas a desgarrarlo en pedazos en el momento de los votos. No se osa hacer estallar escándalo semejante en presencia de todos, ni decepcionar la expectativa de tantas excelentes personas. Se adivina, tejida y concentrada en vuestra respuesta, toda la voluntad de cada uno de los presentes: sus miradas fijas oprimen como una capa de plomo. Y además cada cosa se halla tan perfectamente preparada, todo se halla tan bien dispuesto por anticipado, y parece tan evidentemente irrevocable, que cualquier reacción personal sucumbe bajo aquel peso enorme y no puede sino ceder definitivamente. La mirada de la bella desconocida mudaba gradualmente de expresión, a medida que la ceremonia continuaba. Al principio tierna y acariciadora, se teñía más y más de una suerte de desdén y desaprobación, como expresando descontento por no haber sido escuchada. Hice un esfuerzo, que en sí hubiera sido suficiente para mover una montaña, tratando de expresar en un grito mi voluntad de no hacerme sacerdote. Pero nada logré. La lengua estaba pegada al paladar, y me fue imposible traducir mi intención con el más insignificante gesto negativo. Me encontraba, aunque despierto, en una suerte de pesadilla. Ella pareció sensible al martirio que yo estaba sufriendo y, como si quisiera alentarme, me lanzó una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema, de los que cada mirada constituía una canción. Era como si me dijera:
"Si quisieras ser mío, yo te haría ciertamente más feliz que cuanto puede hacerte Dios en el Paraíso; los ángeles se sentirían envidiosos. Desgarra ese sudario fúnebre, con el que están por cubrirte: yo soy la belleza, la juventud, la vida. Ven a mí: juntos seremos el amor. Nuestra existencia transcurrirá como un sueño, y será sólo un largo, eterno beso. Tira por tierra el vino del cáliz que te ofrecen, y serás libre. Yo te guiaré hacia islas desconocidas: dormirás sobre mi seno, en un lecho de oro macizo, bajo un baldaquín de plata, porque te amo, y quiero arrebatarte a Dios, hacia el cual tantos nobles corazones derraman inútilmente torrentes de amor, que ni siquiera llegan hasta él". Me parecía sentir estas palabras acompañadas por una música de infinita dulzura, porque su mirar tenía algo de sonoro, y las frases que sus bellísimos ojos me transmitían resonaban en lo profundo de mi corazón como si una boca invisible me las soplara en el alma. Me sentía muy dispuesto a renunciar a Dios, pero entretanto continuaba maquinalmente cumpliendo todas las formalidades del rito. La hermosa me echó una mirada tan suplicante como desesperada que fue como si aguzadas hojas traspasaran mi corazón. Pero ahora estaba hecho: era sacerdote.
Creo que nunca rostro humano supo expresar angustia más desgarradora: la muchacha que ve caer a su lado al prometido, fulminado de improviso por un síncope, la madre que encuentra vacía la cuna de su niño, el avaro que encuentra una piedra en el sitio de su tesoro, el poeta que ha dejado caer en el fuego la única copia del manuscrito de su obra más importante, no tienen ciertamente una expresión más desolada e inconsolable. Púsose blanca como el mármol, los bellísimos brazos se le cayeron a lo largo del cuerpo. Apoyóse en un pilar, como si las piernas ya no pudieran sostenerla. En cuanto a mí, estaba lívido, la frente bañada de sudor más ardiente que el del Calvario. Me dirigí vacilante hacia la puerta de la iglesia, me sofocaba; las bóvedas me parecían aplastar mis espaldas: me sentía como si debiera sostener yo solo el peso íntegro de la cúpula. Estaba por trasponer el umbral cuando una mano aferró bruscamente la mías: ¡una mano de mujer! No la había tocado nunca: era fría como la piel de una serpiente, y sin embargo me dejó una sensación ardorosa como la marca de un hierro candente. Era ciertamente ella. "¡Desdichado! ¡Qué has hecho!", me susurró. Luego, desapareció entre el gentío. Pasó ante mí el viejo obispo. Me escrutó con aire severo. En efecto, mi continente debía parecer harto extraño: palidecía y enrojecía de continuo, y sin razón aparente, la cabeza me daba vueltas. Uno de mis compañeros tuvo piedad de mi estado, y se tomó la molestia de acompañarme de nuevo: solo, no hubiera encontrado ciertamente el camino del seminario. A la vuelta de una callejuela, mientras mi compañero miraba a otro lado, un pajecito negro, extrañamente vestido, se me acercó y, sin detenerse, me entregó una pequeña cartera preciosamente historiada, haciéndome seña de que la ocultara. La deslicé en la manga, y no la saqué sino cuando me volví a encontrar a solas en mi celda. Hice saltar la manilla: dentro había nada más que dos hojitas de papel con estas palabras: "Clarimonda, palacio Concini". Estaba tan poco informado, en esa época, de las cosas del mundo, que nada sabía de Clarimonda, si bien a la redonda se hablase mucho de ella, y además ignoraba por completo donde estaba el palacio Concini. Hice mil conjeturas, una más desaforada que la otra, pero, en verdad, lo que contaba para mí era lograr volver a verla, y le daba muy poca me importancia a lo que ella fuera, gran dama o cortesana.
Aquel amor recién nacido se había arraigado de manera indestructible, y ni siquiera pensé en la posibilidad de arrancarlo. Esa mujer me dominaba ahora completamente, con una solo mirada había hecho de mí otro hombre, besaba mi mano en el sitio en que ella la había rozado; horas enteras repetía su nombre. No debía hacer más que cerrar los ojos para verla tan claramente como si en realidad estuviera presente, y me repetía de continuo las palabras que ella pronunciara en la puerta de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho?". Me daba cuenta del horror de mi situación y todos los aspectos más tristes de mi estado se me descubrían con nitidez; ¡ser sacerdote quería decir permanecer casto, no hacer el amor, no cuidarse nunca del sexo ni de la edad, apartar los ojos de toda belleza, comportarse como un ciego, arrastrarse siempre en la sombra gélida de un claustro o de una iglesia, no tener contactos sino con moribundos, velar cadáveres de desconocidos, y llevar siempre luto con esa sotana negra que, sin ningún cambio, podría servir muy bien además como sudario para envolverse en el ataúd!. ¿Cómo hacer para ver nuevamente a Clarimonda? No hallaba ningún pretexto para salir del seminario, pues que no tenía amistades en la ciudad. Además, ni siquiera debía quedarme en esos lugares, antes esperaba que me destinaran a una parroquia. Intentaba arrancar las barras de mi ventana, pero estaba a una altura impresionante, y además no tenía una escala de cuerdas, por consiguiente era inútil pensar en ello. Por otra parte, sólo hubiera podido bajar de noche, ¿y cómo habría podido salir de apuros en el dédalo de calles, que apenas conocía? Todas estas dificultades, que para otro tal vez hubieran sido insignificantes, parecían insalvables al mísero seminarista, recién nacido al amor, sin experiencia, sin dinero y sin ropas. ¡Ah! Si no hubiera sido sacerdote, habría podido verla todos los días; habría sido su amante, su esposo, me decía, enceguecido como estaba, y, en vez de encontrarme aquí envuelto en este siniestro sudario, llevaría ropas de seda y velludo, cadena de oro, espada y plumas, como todos los perfectos caballeros. Mis cabellos, en vez de recibir la humillación de una ancha tonsura, se ondularían alrededor de mi cuello en un movimiento de rizos. Tendría hermosos bigotes untados, sería un galán.
En cambio, una sola horita pasada ante un altar, alguna media palabra articulada de mala gana, habían bastado para sacarme completamente del número de los vivos: ¡yo mismo había construido mi tumba, yo mismo había echado el cerrojo de mi prisión! Me asomé a la ventana: el cielo estaba maravillosamente azul, los árboles se habían puesto sus ropajes primaverales, la naturaleza resplandecía con un gozo que me parecía irónico. La plaza del lugar estaba llena de gente que iba y venía. Jóvenes parejas se dirigían, abrazadas, hacia la sombra de los jardines y los emparrados. Pasaban algunas comitivas, entre cantos y estribillos de bebedores: tal movimiento, el ímpetu y la alegría general, hacían resaltar aún más lastimosamente mi lucha y mi soledad. No pude soportar ese espectáculo, cerré la ventana y me arrojé en la cama, lleno el corazón de odio y celos irrefrenables, mordiendo mis dedos y el cobertor, como haría una tigresa con hambre de tres días. No sé cuánto tiempo estuve así; pero mientras me revolvía en la cama con rabioso espasmo, vi de pronto al abad Serapion inmóvil en medio de la habitación, estudiándome atentamente. Tuve vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé los ojos con las manos. "Romualdo, amigo mío, te está ocurriendo algo anormal", me dijo apaciblemente Serapion, luego de unos minutos de silencio. "Tu conducta es en verdad inexplicable. Un ser pío, tranquilo y dulce como tú se agita en su celda como una fiera. Cuídate, hermano, de no escuchar las sugestiones del diablo, porque el espíritu maligno, irritado por saberte desde ahora consagrado al Señor, te ronda y hace el último esfuerzo por atraerte hacia él. En vez de dejarte abatir, querido Romualdo, hazte una hermosa coraza de plegarias y mortificaciones, y combate con fuerza a tu enemigo: sólo así vencerás. La prueba es necesaria a la virtud. Las almas más aguerridas han padecido momentos semejantes. Reza, medita, ayuna: el espíritu maligno se batirá en retirada". El discurso del abad Serapion me ayudó a volver a encontrarme a mí mismo, y a restituirme un poco de calma. "Venía a anunciarte tu nominación en la parroquia de C. Ha muerto el sacerdote que la tenía hasta ahora, y el obispo te ha designado para sucederle. Encuéntrate listo mañana." Asentí con un movimiento de cabeza, y el abad me dejó de nuevo solo. Abrí el misal y comencé a leer una plegaria, pero las palabras se me confundían ante los ojos, y el libro se me deslizó de la mano sin que yo hiciera nada para retenerlo. ¡Partir mañana, sin haberla visto de nuevo! Agregar una ulterior imposibilidad a todas las que ya se interponían entre nosotros. Perder para siempre la esperanza de encontrarla, de no ser por milagro. ¿Y si le escribiera? ¿A quién jamás podía confiarme, vestido como lo estaba de los sacros paramentos? Experimenté una angustia indecible.
Me volvió a la mente lo que el abad había dicho de los ardides del diablo, lo raro de toda la aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el resplandor fosforescente de sus ojos, el tacto ardiente de sus manos, la turbación en que me sumiera, la transfiguración que en mí se había operado, mi devoción que se deshiciera en un instante, todo probaba con claridad la presencia de Satanás y acaso aquella sedeña mano no fuese sino el guante que recubría su garra. Estos pensamientos me provocaron un inmenso terror: recogí el misal, y torné a orar. Al día siguiente, Serapion vino a buscarme. Dos mulas aguardaban en la puerta, con nuestros escasos bagajes. Recorriendo las calles de la ciudad, escrutaba ansiosamente cada ventana, para ver si en ella aparecía Clarimonda, pero todavía era muy temprano, y la ciudad no había abierto aún los ojos. Mi mirada trataba de penetrar más allá de los cortinados que cubrían las ventanas de los palacios a lo largo de nuestro camino. Serapion debía sin duda atribuir este interés mío a la admiración por la elegante arquitectura de aquellos lugares, porque demoraba el paso de su cabalgadura para darme tiempo de ver todas las cosas. Llegamos, al fin, a las puertas de la ciudad, y comenzamos a ascender la colina. Desde la cima, me volví una última vez para ver de nuevo los lugares en que vivía Clarimonda. La sombra de una nube cubría toda la ciudad. Los techos azules y rojos estaban dispersos en una media tinta general, sobre la que flotaban, con blancos copos de espuma, los humos de la mañana. Por un singular efecto óptico resaltaba, dorado por el único rayo de luz un edificio que sobrepasaba en altura a todas las construcciones cercanas, inmersas en la niebla y, aunque se encontraba en realidad a más de una legua de nosotros, me parecía muy próximo, y podía distinguir todos sus detalles. "¿Cuál es aquel palacio iluminado por el sol?", pregunté a Serapion. Se resguardó de la luz con la mano y me contestó: "Es el antiguo palacio que el príncipe Concini ha regalado a la cortesana Clarimonda. Parece que es teatro de orgías monstruosas".
Justamente en aquel instante, fuese realidad o ilusión, me pareció advertir en la terraza una clara pequeña figura que resplandeció un segundo y en seguida se apagó. ¡Era Clarimonda! ¿Sabía acaso que en ese mismo momento, desde lo alto de aquel áspero sendero que me alejaba aún más de ella, yo cubría con los ojos su casa, que un burlón juego de luces parecía poner al alcance de mi mano, casi invitándome a entrar en ella como señor? Ciertamente, ella debía saberlo: su alma era demasiado afín a la mía para no sentir mis propias turbaciones y era de seguro éste el sentimiento que la había incitado, aun envuelta en sus velos nocturnos, a salir a la terraza, al comenzar la mañana. La sombra engulló también el palacio quedándome delante sólo un océano inmóvil de techos, además de los cuales no se distinguía sino una ondulación montañosa. Serapion estimuló a su mula, y la mía la siguió. Una curva del sendero quitó para siempre de mi vista la ciudad de S. a la que no debía ya volver. Después de tres días de camino, a través de campos asaz desolados, vimos apuntar el gallo de la cima del campanario de la iglesia donde debía servir. Tras un sendero tortuoso, rodeado de cabañas y corrales, nos encontramos ante el edificio, que no era de magnífico. Un vestíbulo ornado con algunas nervaduras y dos o tres pilares de cerámica groseramente tallados, un techo de tejas y contrafuertes de arenisca igual al de los pilares, era todo. A la izquierda, el cementerio lleno de hierbas, con una gran cruz de hierro en el centro. A la derecha, a la sombra de la iglesia, el presbiterio, harto desnudo y mísero. Era una casa de extrema sencillez, de una árida dignidad. Entramos. Algunas gallinas picoteaban sobre la tierra escasos granos de arena. Acostumbradas aparentemente al negro hábito de los eclesiásticos, en nada se extrañaron con nuestra presencia, y apenas se molestaron para dejarnos pasar. Un ladrido flojo y enmohecido se escuchó, y vimos a un perro acercarse. El animal perteneció a mi predecesor. Tenía la mirada sin brillo, la pelambre gris y todos los síntomas de la más alta vejez que puede un perro alcanzar. Con ternura lo acaricié y él también se puso a caminar a mi lado con un aire de inexpresable satisfacción. Una mujer, igualmente añosa, y que había sido la gobernanta del viejo cura, vino con prontitud a nuestro encuentro, y después de haberme hecho entrar en una sala baja, me preguntó si mi intención era conservarla. Le respondí que yo la conservaría conmigo, tanto a ella como al perro y, también, a las gallinas, y a todo el mobiliario que su amo le había dejado a su muerte, lo que la hizo entrar en un estado de euforia. Por su parte, el abad Serapion pagó de inmediato el precio que ella pidió.
Arreglada mi estancia, el abad Serapion regresó al seminario. Por tanto, quedé solo y sin más apoyo que el mío propio. El recuerdo de Clarimonda volvió a obsesionarme y, a pesar de los esfuerzos que hice por rechazarlo, no siempre lo logré. Una tarde paseando entre la alameda bordeada de boj del jardincillo, me pareció ver a través de la enramada una forma femenina que seguía todos mis movimientos, y el destello entre el follaje de dos iris verdes de mar; pero no era sino una ilusión; y tras pasar al otro lado de la alameda, no encontré nada más que la huella de un pies sobre la arena, tan breve que podía confundirse con la del pie de un niño. El jardín estaba rodeado por muy altas murallas; registré todas las esquinas y rincones, mas no había nadie. Jamás pude explicarme tales circunstancias que, por lo demás, no fueron nada comparadas con los extraños acontecimientos que me debían ocurrir. Así viví más de un año, cumpliendo con exactitud las obligaciones de mi estado. Rezaba, ayunaba, consolaba y socorría a los enfermos, daba limosna hasta quedarme sólo con lo que satisficiera mis necesidades fundamentales. Pero sentía en el fondo de mí una aridez extrema. Y las fuentes de la gracia se mantuvieron secas para mí. No gozaba de esa satisfacción que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi ideal estaba más lejos, y las palabras de Clarimonda con frecuencia regresaban a mis labios como un refrán involuntario. ¡Oh, hermano, medita bien en esto!. Por haber levantado una sola vez la vista hacia una mujer, por una falta tan ligera en apariencia, padecí durante muchos años la agitación más miserable: mi vida se vio afectada para siempre. No me detendré más en esta serie de desafíos y obre estas victorias interiores, seguidas siempre de las recaídas más profundas, y pasaré de inmediato a una circunstancia decisiva.
Una noche, tocaron con violencia a la puerta. La vieja ama de llaves fue abrir, y un hombre de piel morena, ricamente vestido, se recortó en el umbral. Algo en su aspecto atemorizó al principio a la anciana, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que había venido a buscarme para una tarea que incumbía a mi ministerio. Su dueña, una gran dama, se estaba muriendo, y deseaba un sacerdote. Tomé lo que era menester para la extremaunción, y me di prisa en seguirle. Ante la puerta resoplaban impacientes dos caballos negros como la noche y un cándido humo surgía de sus narinas. El hombre me ayudó a montar en uno de los dos corceles, y saltó sobre el otro. Apretó las rodillas y dejó libres las bridas de su caballo, que partió como una flecha. El mío lo siguió, devorando el camino. Veía la tierra desaparecer bajo nosotros, gris y surcada: los perfiles oscuros de los árboles huían a los costados como un ejército en derrota. Atravesamos un bosque tan sombrío y gélido que me corrió por la piel un escalofrío de terror supersticioso. Las centellas, que las herraduras de nuestros caballos arrancaban a las piedras, formaban tras de nosotros una estela de fuego, y si alguien hubiera podido vernos a mí y a mi guía en aquella hora de la noche, nos habría tomado por dos espectros a caballo de un íncubo. La crin de los dos caballos se enmarañaba siempre más, arroyos de sudor corrían sobre sus flancos, pero cuando los veía extenuarse, el escudero, para reanimarlos, daba un grito gutural, que no tenía nada de humano, y la carrera recobraba aun mayor furia. El paso de nuestras cabalgaduras resonó más estrepitoso sobre un piso ferrado, y pasamos bajo una siniestra arcada oscura que se abría entre dos inmensas torres. En el castillo reinaba gran agitación: bandadas de domésticos, antorcha en mano, atravesaban el patio en todas direcciones, y luces diversas salían y bajaban lentamente. De modo confuso pude entrever inmensas arquitecturas, arcadas, columnas, rampas, un conjunto de construcciones digno de un palacio real. Un pajecillo negro, el mismo que me diera la esquela de Clarimonda y que reconocí al instante, me ayudó a bajar de la silla, y un mayordomo, vestido de velludo negro, vino hacia mí. Apoyándose en un bastón de marfil. Gruesas lágrimas le corrían de los ojos sobre la barba blanca. "¡Demasiado tarde!" , dijo, meneando la cabeza. "Demasiado tarde. Pero si no hizo a tiempo para salvar el alma, venga al menos a velar su cuerpo." Me tomó de un brazo, y me condujo a la cámara mortuoria. Yo lloraba tanto como él, porque había adivinado que la muerta no era otra que mi Clarimonda, tan desesperadamente amada. Me arrodillé, sin atreverme a mirar el catafalco que se encontraba en medio de la estancia, y me puse a recitar los salmos con fervor, agradeciendo a Dios haber puesto una tumba entro aquella mujer y yo, lo que me permitía citar en mi plegaria su nombre, ahora santificado. Pero poco a poco mi santo fervor disminuyó y comencé a fantasear. Aquella cámara no tenía nada de una cámara mortuoria. En vez del aire fétido y cadavérico que respiraba siempre en tales lugares, un lánguido perfume de esencias orientales, un no sé cuál afrodisíaco olor de mujer flotaba dulcemente en el aire tibio. La pálida luz de la estancia parecía más bien una iluminación sabiamente dispuesta para la voluptuosidad, que el lívido reflejo que de ordinario palpita cerca de un cadáver. Pensaba en el singular caso que me había hecho encontrar de nuevo a Clarimonda justamente en el momento en que la perdía por siempre, y un suspiro de pena escapó de mi pecho.
Me pareció sentir también un suspiro a mis espaldas, y me volví instintivamente. Era sólo el eco, pero en ese movimiento mis ojos cayeron sobre el catafalco que antes había tratado de no mirar. Las colgaduras de damasco purpúreo dejaban ver a la muerta, extendida, con las manos juntas sobre el pecho. Estaba cubierta de una sábana de lino, de una blancura deslumbradora, que resaltaba aun más al lado del color sanguíneo de las colgaduras y tan sutil que no lograba ocultar nada del seductor relieve de su cuerpo. Antes bien se dijera una estatua de alabastro, o mejor, una joven durmiente sobre quién hubiera caído la nieve. No podía contenerme más: aquel aire de alcoba me exaltaba, y yo caminaba a largos pasos por toda la estancia, parándome continuamente a contemplar la hermosa difunta, bajo la transparencia del sudario. Extraños pensamientos pasaban por mi mente. Me imaginaba que no estuviera realmente muerta, y que todo fuese una maña suya para atraerme al castillo y hablarme de su amor. Y luego me dije: "¿Será de verdad Clarimonda? ¿Y qué prueba tengo de ello? El pajecito negro podría haber cambiado de amo. Soy un loco en desesperarme así". Me aproximé al lecho mortuorio, y miré con intensidad aún mayor la causa de mi tortura. ¿Debo confesarlo? La perfección de sus formas me turbaba más de lo que fuera el caso, y ese reposo era tan semejante a un simple sueño que cualquiera habría podido engañarse. Olvidé que estaba en ese lugar para un servicio fúnebre, y me creí un esposo por vez primera en la cámara de la joven mujer que, púdica, se cubre el rostro. Trastornado por el dolor, arrebatado del gozo, temblando de temor y placer, me incliné hacia ella y levanté lentamente la punta del sudario, reteniendo la respiración por temor de despertarla. Era en efecto Clarimonda, como la viera en la iglesia el día en que había sido ordenado sacerdote: estaba seductora como entonces, y la muerte le agregaba sólo una coquetería complementaria. Permanecí largamente absorbido en aquella muda contemplación, y en tanto más la miraba, menos podía convencerme de que la vida hubiera podido verdaderamente abandonar ese cuerpo estupendo.
Le toqué ligeramente el brazo, estaba frío, pero no más que su mano cuando rozara la mía bajo el portal de la iglesia. ¡Ah! Qué amargo sentimiento de desesperación y de impotencia. Qué agonía aquella vigilia. La noche avanzaba y, sintiendo acercarse el momento de la separación eterna, no pude evitar la triste y suprema dulzura de poner un tenue beso sobre los labios de aquella que había tenido todo mi amor. ¡Oh prodigio! Una leve respiración se unió a la mía y los labios de Clarimonda respondieron a la presión de mi boca: sus ojos se abrieron, recobraron la luz, y ella, suspirando, separó los brazos y me los echó alrededor del cuello, con un aire de inefable éxtasis. "Romualdo", me dijo con voz lánguida y dulce, como las vibraciones últimas de un arpa. "¿Qué haces? Te he esperado tan largamente que me he muerto. Pero somos prometidos. Podré verte y llegarme hasta ti. Adiós, Romualdo, adiós. Te amo y te ofreceré esta vida que tu reclamaste en mí por un instante con un beso. Hasta pronto." Reclinó hacia atrás la cabeza, mientras sus brazos aún me ceñían. Un torbellino de viento abrió vivamente la ventana y entró en la estancia. La lámpara se extinguió y yo caí desvanecido sobre el pecho de la hermosa difunta. Cuando volví en mí, me encontré tendido en mi lecho, en el pequeño dormitorio de mi presbiterio. La anciana ama de llaves se afanaba en la habitación con senil agitación, abriendo y cerrando gavetas, o mezclando polvillos en los vasos. Viéndome abrir los ojos, la anciana dio un gritito de alegría, pero yo estaba tan débil que no pude decir una palabra ni hacer gesto alguno. Supe luego que había permanecido en aquel estado durante tres días enteros, no dando otro signo de vida que una respiración casi imperceptible. El ama de llaves me refirió que el mismo hombre de la piel oscura que me viniera a buscar de noche, me había traído a la mañana siguiente en una litera, marchándose en seguida. Apenas pude discernir las ideas, repasé mentalmente todas las circunstancias de aquella noche fatal. Al principio pensé que quizás había sido víctima de una ilusión, pero la existencia de circunstancias reales y palpables destruyó bien pronto esta hipótesis. No podía creer que había soñado desde el momento que el ama de llaves viera cómo el hombre de los dos caballos negros, del cual recordaba cuanto me lo hizo extraño. Sin embargo, nadie sabía de la existencia en el dintorno de un castillo, semejante a aquél donde volviera a ver a Clarimonda. Una mañana vi entrar al abad Serapion. Mientras me pedía noticias de mi salud, con tono hipócritamente meloso, fijaba en mí sus amarillas pupilas leoninas, y me hundía sus miradas como una sonda en el fondo del alma.
Después, me hizo algunas preguntas sobre el modo como yo gobernaba mi parroquia, si me encontraba bien en ella, cómo empleaba mi tiempo libre, cuáles eran mis lecturas favoritas, y otras cuestiones insignificantes de este género. La conversación no tenía, es evidente, ninguna relación con aquello que en realidad él había venido a decirme. De pronto, sin preámbulo alguno, como si de improviso se hubiera acordado de algo que temiera olvidar, me dijo con voz clara y vibrante, que resonó en mis oídos cual las trompetas del Juicio Final: "La cortesana Clarimonda murió días pasados tras una orgía de ocho días y ocho noches. Ha sido cosa fantástica e infernal. Se han repetido los hechos horripilantes de los festines de Baltazar y de Cleopatra. Los convidados eran servidos por esclavos de piel negra que hablaban una lengua desconocida y que, a mi entender, no son sino demonios. Sobre Clarimonda han corrido muchas extrañas leyendas, y todos sus amantes han terminado de manera mísera o violenta. Se ha dicho también que era una vampira. Pero para mí, es Belcebú en persona". Calló, observándome aun más atentamente, como para ver el efecto que en mí tenían sus palabras. No había podido evitar un gesto, al sentir nombrar a Clarimonda, y turbación y terror se manifestaron en mi rostro, aunque yo hiciera de todo para dominarme. Serapion me lanzó una ojeada preocupada y severa. Luego me dijo: "Hijo mío, debo ponerte en guardia. Tienes un pie sobre un abismo: cuida de no precipitarte en él. Satanás usa de pacientes argucias, y las tumbas no siempre son definitivas. Sería necesario cerrar la piedra tumbal de Clarimonda con triple sello, porque parece que ésta ni siquiera es la primera vez que ha muerto. Dios vele sobre ti, Romualdo". Y Serapion, volviéndome las espaldas, se marchó con lentitud. Estaba completamente restablecido, y ahora había retomado mis funciones habituales. El recuerdo de Clarimonda y las palabras del viejo abad estaban siempre presentes en mi espíritu, a pesar de que ningún evento extraordinario hubiera venido a confirmar las funestas prevenciones de Serapion. Comenzaba a pensar que sus temores y mis terrores fueran excesivos, cuando una noche tuve un sueño. Apenas me había dormido, cuando sentí levantarse las cortinas de mi lecho.
Me levanté bruscamente y vi que una sombra femenina estaba ante mí. Reconocí en seguida a Clarimonda. Tenía en la mano una linternilla del tipo de las que se ponen en las tumbas, cuyo resplandor tornaba aún más transparentes sus dedos afilados. Por toda vestimenta tenía el sudario, cuyos pliegues retenía sobre el vientre como si se avergonzara de estar tan escasamente vestida; pero su pequeña mano no lograba por completo su intención. Era tan blanca que la albura del lienzo se confundía con la palidez de su carne bajo el tenue rayo de la lamparilla. Envuelta en aquel fino tejido que traicionaba todos los contornos de su joven cuerpo, se hubiera dicho más el marmóreo retrato de una antigua bañista que una mujer viva. Pero muerta o viva, estatua o mujer, sombra o cuerpo, su belleza era siempre la misma: sólo la luz verdosa de sus pupilas estaba levemente apagada y pálida su boca. Posó la lamparilla sobre la mesa y se echó a los pies del lecho, luego me dijo, inclinándose sobre mí, con aquella su voz al mismo tiempo argentina y aterciopelada que nunca sentí a nadie: "Me hice esperar mucho, querido Romualdo: quizá pensaste que te había olvidado. Pero he debido venir de tan lejos, y de un lugar de donde ninguno retorna: no hay sol ni luna en el país del que vengo, ni espacio, ni sombra, ni sendero para el pie, ni aire para las alas, y sin embargo heme aquí: mi amor es más poderoso que la muerte y terminará por vencerla. Cuántos rostros mortecinos y terribles he visto en mi viaje. Con qué pena mi alma retornada a la vida por la fuerza de la voluntad, ha debido adaptarse de nuevo a mi cuerpo. Qué fatiga para levantar la tierra con que me habían cubierto. Mira: la palma de mis manos está martirizada. Bésala: sólo así la curarás, amor dilecto." Me aplicó sobre los labios, una después de otra, sus frías palmas. Las bese muchas veces, mientras ella me miraba con una sonrisa de inefable complacencia. Confieso para mi vergüenza que había olvidado completamente los consejos del abad Serapion, y mi propio hábito talar. Había caído sin oponer ninguna resistencia al primer asalto. Ni siquiera había intentado rechazar la tentación. La frescura que emanaba de la piel de Clarimonda penetraba en la mía, y sentía correr por mi cuerpo voluptuosos escalofríos. ¡Pobre niña! A pesar de todo lo que luego vi, me apena aún creer que fuese un demonio. Por lo menos no tenía ciertamente apariencia de tal, y Satanás nunca ha encubierto mejor sus astucias. Estaba echada sobre el costado de mi mala cama, en una actitud llena de espontánea coquetería, cada tanto me pesaba las manos entre los cabellos y formaba rizos como si quisiera probar el efecto, en torno a mi rostro, de diversos derezos. Yo la dejaba hacer con la más culpable complacencia, mientras ella acompañaba sus gestos con la más seductora charla.
"Te amaba mucho antes ya de verte, querido Romualdo. Y te buscaba por todas partes. Te vi en la iglesia en aquel fatal momento y me dije en seguida: Cuán celosa estoy de Dios, a quien amas más que a mí. Qué infeliz soy. No tendré más tu corazón para mi sola, yo que por ti he forzado mi tumba y vengo a dedicarte mi vida, que he retomado sólo para hacerte feliz." Cada frase era interrumpida por caricias delirantes, que me aturdieron al punto de que, para consolarla, osé proferir una blasfemia terrible y decirle que la amaba al menos tanto como a Dios. Inmediatamente sus pupilas se reavivaron. "Es verdad. Me amas tanto como a dios", exclamó abrazándome. "Desde el momento que es así, vendrás conmigo y me seguirás adonde yo vaya. Dejarás esos horrendos ropajes negros. Serás el más bello y el más envidiado de los caballeros, serás mi amante. ¡Nada malo es ser el amante confeso de Clarimonda, de aquella que rechazó a un Papa! Qué vida dulce y dorada llevaremos. Mi señor, ¿cuándo partimos?" "¡Mañana! ¡Mañana!", grité en mi delirio. "Está bien, mañana", prosiguió Clarimonda. "Tendré así tiempo para cambiarme: el vestido que llevo es demasiado escaso, no conviene a un largo viaje. Necesito además avisar a mis servidores que aún me creen muerta. Dinero, ropajes, carruaje, todo estará pronto mañana. Vendré a buscarte a esta misma hora." Me rozó apenas la frente con los labios, la lamparilla se extinguió, las cortinas se cerraron nuevamente, y no vi nada ya. Un sueño de plomo, un sueño sin pesadillas, me envolvió dejándome en la inconsciencia hasta la mañana siguiente. Me desperté más tarde que de costumbre, y el recuerdo de aquella singular aparición me perturbó durante todo el día. Terminé por persuadirme de que había sido fruto de mi exaltada imaginación. Sin embargo, las sensaciones habían sido tan vivas que me era difícil creer que no fueran reales, y no sin aprensión me metí en cama a la noche, después de haber rogado a Dios que me librara de todo perverso pensamiento, y protegiera la castidad de mi sueño.
Me dormí en seguida profundamente, y el sueño del día anterior se reanudó. Las cortinas se levantaron, apareciendo Clarimonda no ya diáfana en su blanco sudario, sino gaya y esplendorosa, en un soberbio vestido de velludo verde con recamados de oro. Sus rizos rubios escapaban de un amplio sombrero negro, recargado de blancas plumas; tenía ella en la mano una pequeña fusta con un chiflo de oro en la punta. Me tocó suavemente y me dijo: "¿Entonces, bello durmiente? ¿Es así cómo te preparas? Pensaba encontrarte levantado. Apresúrate, no hay tiempo que perder. Vístete y partamos."Salté fuera del lecho. Ella misma me entregaba las ropas, sacándolas de un paquete que había traído, riendo de mi torpeza, e indicándome su justo uso, cuando, por la prisa, me equivocaba. Me peinó ella misma, presentándome luego un espejo. "¿Te place?
¿Quieres tomarme como tu camarera personal?" No era ya el mismo, no me parecía al que era antes más de cuanto una estatua recuerda al bloque de piedra informe del cual ha sido sacada. Era hermoso, y mi vanidad se veía sensiblemente requerida por esta metamorfosis. Aquellas vestimentas elegantes, aquel rico jubón todo bordado, hacían de mí un personaje completamente distinto. El espíritu de mi ropa penetraba en mi piel. Di algunos pasos de aquí para allá en el aposento, para adquirir una cierta soltura de movimientos. Clarimonda me observaba, satisfecha de su obra: "Bien, basta ahora de niñerías, queridísimo Romualdo. Debemos ir lejos, es tiempo de ponerse en camino si queremos llegar". Me tomó de la mano, arrastrándome con ella. Todas las puertas se abrían ante ella, a su sola aparición. En la puerta encontramos a Margaritone, el escudero que me hiciera de guía la primera vez. Tenía de la brida a tres caballos negros, uno para cada uno de nosotros. Esos caballos debían ciertamente haber nacido de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían más veloces que el viento, y la luna, que se levantara en el momento de nuestra partida para iluminarnos, rodaba en el cielo como la rueda desprendida de un carro: la veíamos saltar de árbol en árbol y reforzarse para mantenernos detrás. Desde aquella noche en adelante mi naturaleza, en cierto sentido, se duplicó: había en mí dos hombres, uno de los cuales no conocía al otro. A veces me creía un sacerdote que todas las noches pensaba ser un joven señor, otras veces un joven señor que soñaba ser un sacerdote. No lograba ya distinguir el sueño de la vigilia y no sabía dónde comenzaba la realidad y dónde concluía la ilusión. El joven señor fatuo y libertino se burlaba del sacerdote, el sacerdote detestaba las acciones disolutas del joven señor. Dos espirales encajadas una en la otra, sin jamás tocarse no obstante, representarían bien la imagen de aquella vida bicéfala que fue la mía. A pesar de lo extraño de esta situación, no creo, sin embargo, haber rozado con la locura, ni siquiera un instante. Siempre conservé bien precisa la percepción de mis dos existencias. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: o sea, el sentimiento de un mismo "yo" que podía subsistir en dos hombres tan diferentes. Era una anomalía de la que no me daba yo cuenta, sea que creyera ser el cura del villorrio, o el señor Romualdo, amante reconocido de Clarimonda.
Quedaba siempre el hecho de que yo estaba, o creía estar, en Venecia. Aun hoy no he podido discernir bien cuánto hubo de realidad y cuánto de ilusión en esa extraña aventura. Vivíamos en un grandioso palacio de mármol sobre el Canal Grande, rico de estatuas y de frescos, con dos Tiziano de la mejor época en el dormitorio de Clarimonda. Teníamos a nuestra disposición una góndola y un batelero cada uno, nuestra cámara de música y nuestro poeta. Clarimonda entendía la vida a lo grande, y había algo de Cleopatra en su naturaleza. En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe, y levantaba polvareda como si perteneciera a la familia de uno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la república serenísima; no hubiera dado marcha atrás en mi camino para ceder el paso al dogo, y no creo que, después de la caída celestial de Satán, haya habido persona más orgullosa e insolente que yo. Iba al Ridotto y jugaba lances infernales. Frecuentaba la mejor sociedad, hijos de papá, también arruinados, actrices, estafadores, parásitos y espadachines. Sin embargo, pesar de las costumbres disolutas, permanecí fiel a Clarimonda. La amaba perdidamente. Ella había despertado la saciedad y detenido la inconstancia. Tener a Clarimonda era como gozar de veinte amantes distintas; como poseer todas las mujeres, tan movediza, voluble, multiforme, era ella: un verdadero camaleón. Hacía cometer con ella misma la infidelidad que se habría realizado con otras, asumiendo completamente el carácter, el talante y el tipo de belleza de la mujer que pareciera atrayente. Centuplicado, ella me devolvía su amor; y era en vano que los jóvenes patricios y aun los viejos del Concilio de los Diez le hicieran magníficas proposiciones. Hasta un Foscari se hizo llegar a ella para proponerle desposarse; ella rehusó del todo. Ella tenía suficiente oro y no deseaba más que el amor, un amor joven, puro, despertado por ella y que debía ser el primero y el postrero. Yo, a mi vez, hubiera sido perfectamente feliz de no ser por una pesadilla maldita y recurrente cada noche, que me hacía creer un cura de pueblo macerándose y haciendo penitencia por sus excesos diurnos. Asegurado por la costumbre.
Tranquilizado por la costumbre de estar con Clarimonda, ni siquiera pensaba ya en el modo extraño en que nos habíamos conocido. Sin embargo, las palabras del abad Serapion regresaban a veces a mi memoria despertándome cierta inquietud. Desde hacía cierto tiempo, la salud de Clarimonda era menos perfecta. Su tez cotidianamente palidecía más y más. Los médicos nada comprendían de su enfermedad, y no sabían qué hacer. Prescribieron remedios insignificantes, y no volvieron más. Pero ella continuaba palideciendo a ojos vista, y su piel era siempre más fría. Estaba blanca y casi amortecida como en aquella noche afamada del castillo desconocido. Me desesperaba verla languidecer así. Conmovida por mi dolor, ella me sonreía dulcemente con la expresión melancólica de quienes sabes que pronto deben morir. Una mañana estaba yo desayunando a un costado de su lecho, por no dejarla sola ni un minuto. Mientras cortaba una fruta, me hice por casualidad un tajo bastante profundo en el dedo. La sangre brotó en seguida en rojo arroyuelo y algunas gotas salpicaron a Clarimonda. De inmediato sus ojos brillaron, su fisonomía asumió una expresión de salvaje alegría que nunca le viera. Saltó fuera del lecho con agilidad animal, como un gato o una mona, y se precipitó sobre mi herida, poniéndose a chuparla con voluptuosidad indecible. Sorbía la sangre a cortos tragos, lenta y gustosamente como un experto que saborea un Jerez o un vino de Siracusa. Entrecerraba los ojos: su redonda pupila verde se había vuelto oblonga. Cada tanto se interrumpía para besarme la mano, luego continuaba apretando sus labios sobre los labios de la herida, para tratar de hacer salir algunas gotas purpúreas más. Cuando vio que ya no salía sangre, se levantó, con los ojos húmedos y brillantes, más rósea que aurora de mayo, el rostro recompuesto, la mano tibia y húmeda, en suma, más bella que nunca y en perfecto estado de salud. "No moriré más. ¡No moriré más!", gritó, loca de alegría, colgándose de mi cuello. "Mi vida está en la tuya, y todo lo que es mío viene de ti. Algunas gotitas de tu rica y noble sangre, más preciosa que cualquier elixir, me han devuelto a la vida."
Esta escena me dejó largamente meditabundo, suscitándome los más extraños pensamientos sobre Clarimonda. Esa misma noche, apenas el sueño me trajo de nuevo a mi presbiterio, volví a ver al abad Serapion, más grave y más preocupado que nunca. Me observó atentamente y me dijo: "No contento con perder el alma, ahora quieres perder también tu cuerpo. Joven infeliz, has caído en una trampa". El tono con que pronunció estas pocas palabras me tocó vivamente, pero aquella impresión no me duró mucho; numerosos cuidados disiparon mi atención de la escena. Sin embargo, una noche, en un espejo, cuya posición traidora ella no había calculado, vi que Clarimonda vertía un polvillo en la taza de vino aromatizado que acostumbraba prepararme al término de la cena. Tomé la taza, fingí llevarla a los labios, y luego la puse sobre un mueble, como si tuviera la intención de concluirla más tarde, pero apenas la hermosa me volvió las espaldas, la derramé rápidamente bajo la mesa. Fui después a mi cámara, y me tendí sobre el lecho, decidido a no dormir para darme cuenta de lo que sucediera. No debí esperar mucho. Clarimonda entró en camisa de noche y, desembarazándose de sus velos, se tendió junto a mí en el lecho. Se aseguró de que yo estuviera verdaderamente dormido, luego me desnudó un brazo y, quitándose de los cabellos un alfiler de oro, comenzó a murmurar: "¡Una gotita, sólo una gotita, un puntito bermejo en mi alfiler! Ya que tú me amas todavía, no debo morir aún. Pobre amor mío, beberé tu hermosa sangre, tan brillante. Duerme, mí bien; duerme, mi dios; duerme, mi niño; no te haré ningún mal, no tomaré de tu vida más que aquello que me basta para que no se extinga la mía. Si no te amara tanto, podría servirme de las venas de cualquier otro amante, pero, desde que te conozco, todo el resto me repugna. Qué hermoso brazo, redondo, blanco. No me decido a punzar esta bella pequeña vena amor mío." Y mientras hablaba lloraba, y yo sentía sus lágrimas caerme sobre el brazo. Finalmente se decidió, me hizo una pequeña incisión con el alfiler, y se puso a chupar la sangre que brotaba. Apenas hubo sorbido algunas gotas, el temor de agotarme la indujo a ponerme un pequeño emplasto, luego de haber frotado la herida con un ungüento que la cicatrizó inmediatamente.
Ya no podía dudar, el abad Serapion tenía razón. Sin embargo, a pesar de la certeza, no podía impedirme amar a Clarimonda, y le hubiera dado con gusto toda la sangre que necesitaba para prolongar su artificial existencia. Por otra parte, ni siquiera sentía gran temor. La mujer frenaba a la vampiro; y lo que había visto y escuchado, lo demostraba por completo; tenía, además, venas copiosas que no podían agotarse tan pronto, y no me sentía dispuesto a regatear mi vida gota a gota. Hasta me hubiera abierto por mí mismo las venas, diciéndole: "Bebe, y que mi amor se infiltre en tu cuerpo con mi sangre". Evitaba aludir al narcótico y a la escena del alfiler, y nuestra unión se mantenía perfecta. Sólo mis escrúpulos de sacerdote continuaban atormentándome como nunca, y no sabía cuáles nuevas maceraciones inventar para dominar y mortificar mi carne. Aunque todas estas visiones pudieran ser involuntarias, y yo no fuera culpable de ellas, no me atrevía a tocar a Cristo con las manos tan impuras y un con un espíritu impregnado por libertinaje semejante, real o producto del sueño. A fin de evitarme el caer en poder de aquellas penosas alucinaciones, me obligaba a no dormir, teniendo mis párpados abiertos con los dedos, y permanecía de pie, apoyado en las paredes, luchando con todas mis fuerzas contra el sueño. Pero la arenilla del amodorramiento me irritaba los ojos muy pronto y, viendo inútil toda lucha dejaba caer los brazos con desánimo y cansancio, y de nuevo me arrastraba la corriente hacia aquellas pérfidas riberas. Serapion me dirigía las exhortaciones más enérgicas, y me reprochaba mi flaqueza y escaso fervor. Un día que estaba más inquieto que de costumbre, me dijo: "Para librarte de esta obsesión no hay más que un remedio, y; aun cuando sea extremoso convendrá adoptarlo. Sé dónde ha sido sepultada Clarimonda. Es necesario desenterrara, y que veas en cuál estado lastimoso se encuentra el objeto de tu insano amor. Ya no te sentirás tentado de perder el alma por un inmundo ser, devorado por los gusanos, próximo a deshacerse en polvo. Volverás de seguro en ti, después de esta experiencia". Estaba tan enervado por aquella doble vida que accedí. Quería saber de una vez por todas quién, entre el sacerdote y el joven señor, era víctima de una ilusión. Estaba decidido a matar en provecho del uno o del otro, a uno de los dos hombres que vivían en mí, o también a aniquilar a ambos, porque semejante vida no podía durar.
El abad Serapion se proveyó de una azada, una leva y una linterna y a medianoche fuimos al cementerio cuya disposición conocía al dedillo. Después de haber iluminado varias lápidas con la linterna, llegamos finalmente a una piedra semioculta por las hierbas, y devorada por el musgo y las plantas parásitas, sobre la cual desciframos el comienzo de una inscripción:


Aquí yace Clarimonda
Que fue, mientras vivió,
La más bella del mundo...

 
"Es justamente aquí", dijo Serapion, y posando en tierra la linterna, introdujo la leva en la fisura terminal de la piedra, y comenzó a levantarla. La piedra cedió, y él comenzó a trabajar con la azada. Le miraba hacer, más sombrío y silencioso que la noche. En cuanto a él, doblado sobre su macabra tarea, estaba bañado en sudor, jadeaba, y su afanosa respiración parecía el estertor de un agonizante. Era un extraño espectáculo, y quien nos hubiera visto, nos tomara por profanadores o ladrones de sudarios, antes que por dos sacerdotes. El celo de Serapion tenía algo de duro y salvaje que lo tornaba más semejante a un demonio que a un apóstol, y su rostro de grandes rasgos austeros, profundamente marcados por el reflejo de la linterna, no tenía nada de tranquilizador. Sentía un sudor helado correrme por los miembros; los cabellos se erizaban en mi cabeza; en lo íntimo de mí mismo veía el acto del austero Serapion como un abominable sacrilegio, y hubiera querido que de las nubes oscuras que rondaban pesadamente sobre nosotros surgiera un triángulo de fuego que lo redujese a polvo. Los búhos, encaramados en los cipreses, inquietados por el resplandor de la linterna, venían a batir pesadamente contra el vidrio sus alas polvorientas, emitiendo penosos gemidos. Los lobos aullaban a lo lejos, y mil ruidos siniestros laceraban el silencio.Finalmente, la azada de Serapion golpeó el ataúd, y se escucharon resonar sus tablas con un rumor seco y sonoro, ese espantoso rumor sordo que sale de la nada cuando se la roza. Serapion abrió la tapa, y vi a Clarimonda, blanca como el mármol, juntas las manos. El albo sudario la envolvía como único ropaje. Una pequeña gota roja parecía una rosa en la comisura de su pálida boca. Serapion, al verla, se enfureció: "Hete aquí, demonio, cortesana desvergonzada, bebedora de sangre y de oro". Asperjó con agua bendita el cuerpo y el ataúd, y con el hisopo trazó una señal de la cruz. La pobre Clarimonda, apenas salpicada por el santo rocío, se deshizo en polvo. No quedó más que una mezcla informe de cenizas y huesos medio calcinados. "He aquí tu amante, señor Romualdo", dijo el inexorable presbítero mostrándome esos tristes despojos, "¿aún te aún estaríais tentado por dar un paseo por el Lido y Fusina con vuestra belleza?" Bajé la cabeza. Una gran ruina se hizo en mi interior. Volví a mí presbiterio, y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se apartó del pobre sacerdote, con quien durante tanto tiempo había tenido una tan singular compañía. Sólo la noche siguiente a Clarimonda; me dijo como la primera vez en el portal de la iglesia: "Desdichado, ¿qué has hecho? ¿Por qué escuchaste a ese sacerdote imbécil? ¿No eras acaso feliz conmigo? ¿Qué daño te había hecho para darte el derecho de violar mi tumba miseranda y poner al desnudo las miserias de mi nada? toda comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos está por siempre rota. Adiós. Me extrañarás". Se deshizo en el aire como niebla, y no la volví a ver nunca más. Por desgracia, dijo la verdad. La he llorado más de una vez, y la lloro todavía. He ganado la paz del alma a bien caro precio. El amor de Dios no fue luego sobrado para remplazar al suyo. "Ésta es, hermano, la historia de mi juventud.